lunes, noviembre 23, 2009

Laguna Negra (IV)

Una lámpara conteniendo algún tipo de combustible, entregaba una débil luz que permitía observar los detalles de la habitación. Con alivio me percaté que los ruidos del piso inferior no alcanzaban a traspasar los muros de mí cuarto. Era un espacio de unos diez y seis metros cuadrados, con una puerta interior que permitía el acceso al cuarto de baño; un papel mural de fina calidad, cubría las paredes desnudas de todo ornamento, permitiendo apreciar su suave diseño en relieve. Al centro de una de las paredes, existía una ventana de doble hoja que daba al exterior, cubierta por un delicado juego de cortinas; la primera era de gasa de un suave tono terracota, cubierta por una segunda cortina gruesa, la que se extendía hasta casi tocar el piso, entregando privacidad. La cama era de metal, adornada a ambos lados por un juego de mesitas de noche; la decoración terminaba con un mueble frente a la cama, y un cómodo sillón en una de las esquinas. Una tenue luz ingresaba por la ventana, al tiempo que la cortina se mecía lentamente por el ingreso de una brisa tibia; me incorporé de la orilla de la cama donde me había sentado, extenuado, y caminé hasta apoyar mi cuerpo en el borde de la ventana. Nada de lo que veía era reconocible: la calle parecía no serlo; las casas, ahora que las observaba con detención, tenían algo de artificioso en sus diseños. Un sentimiento de indefensión se apoderó de mí; una vulnerabilidad que me evocaba los estados de melancolía de infancia, los mismos que me hacían correr a los brazos protectores de mí madre -¿Qué ocurre allí en tus ojos, vida?- eran las palabras de amor de aquella mujer, exorcizando todos los miedos y angustias de mí tierno corazón.
El cansancio terminó por vencer mí cuerpo; no recuerdo el momento en que dejé la ventana, ni cuando me acosté; sólo reaccioné cuando estaba de lado, mirando la débil luminosidad que se colaba por las cortinas, para terminar estrellándose en el piso de la habitación. El sillón en la penumbra me lazaba miles de imágenes posibles. Los párpados pesaban cada vez más, hasta cuando no los pude volver a abrir; entonces, me dormí.
-Qué haces tú aquí, en mí recuerdo. –Le pregunté al hombre del manto.
Estábamos los dos sentados bajo un hermoso nogal; las sombras jugueteaban en el suelo; el viento acariciaba nuestras mejillas. Más arriba, en el cielo, nubes viajaban a lugares distantes mirando intrigadas aquel encuentro. Las ropas que vestía me eran desconocidas, sin embargo, me entregaban la sensación de agradable comodidad. Él, vestía un traje gris con su hermoso manto sobre su hombro, como la primera vez que lo encontré.
-Bueno, eso no podría contestarlo con propiedad; pero si estamos juntos en un lugar tan hermoso como este, debe ser por una intuida amistad.
-Quiero volver a mí lugar, no quiero estar allá.
Por algún motivo supuse que él sabía perfectamente lo que me ocurría, y no tenía que explicar algo siquiera. Escuchamos largo rato la brisa pasar entre las hojas, el aroma de la hierba, el silencio.
-No necesitas estar en otro lugar; sabemos como nos ocurren las cosas, y en ello debiéramos poner el mejor de nuestros esfuerzos. Lo otro, no depende de nosotros. Estamos para recorrer un camino, no para inventarnos atajos; a veces creemos que lo hacemos, pero nos engañamos.
-Cómo quisiera quedarme aquí, en esta tranquilidad. No despertar.
-Así no funciona, lo sabes bien. Tienes que estar donde debes; siempre existirán momentos como este para descansar el alma; quizá hasta mejores en un futuro, quién sabe. Por el momento, haz lo que debas hacer.
De manera lenta las sombras comenzaron a intensificarse, obscureciendo todo el paisaje; cesó el viento, el ruido de las hojas, la claridad.
-Despierta.
-No quiero. –Le respondí a la voz.
-Vamos, despierta.
Abrí los ojos y pude apreciar la cortina mecerse de manera tranquila; la luminosidad golpeaba el mismo lugar provocándome desazón.
Reincorporé de manera pesada mí cuerpo, para quedar sentado en la cama frente a la ventana; me cubrí el rostro con las manos, apoyando los codos en las rodillas; tomé una bocanada de aire y con ese impulso me puse de pié caminando hasta la ventana; asomé la mitad de mí cuerpo fuera de ella y quedé observando las cumbres más altas cubiertas de nieve: algo extraño tenía esa vista. Comencé a recorrer el paisaje con la mirada, encontrando en ellas formas que me eran conocidas; me di el tiempo de recorrerlas varias veces, reordenando las imágenes. No podía creer lo que estaba experimentando –Cómo es posible- exclamé en voz alta. Aquellas montañas se podían apreciar sólo desde el lado opuesto a ellas, y a una altura mayor de la que me encontraba en ese momento. El corazón latió con fuerza ante la única explicación posible: -¡Estoy dentro de la laguna!- dije con excitación. Hice un cálculo mental de mí ubicación mirando la cumbre hacia el oriente, y la altura estimada a la que me debía hallar para obtener esa vista; no había otra explicación: estaba justo en el lugar donde se encuentra la laguna Negra.
-Servicio de desayuno, señor. –Se escuchó del otro lado de la puerta.
Con el ánimo decidido a enfrentar el significado de este viaje, me dirigí a atender el llamado a la habitación.



Continuará...

3 comentarios:

Anabel Rodríguez dijo...

Está cada vez más misterioso... y onírico, por supuesto. A mi me tienes intrigadísima.
Besos

Anabel Rodríguez dijo...

No se me actualiza tu blog en la lista...

Ferragus dijo...

Mhhhhh…
No sé, Anabel; no lo sé… Haz como si nada.
Entonces, salen besos “pintones” para que arriben maduros.