martes, diciembre 15, 2015

Trozo de niñez

Todo en ese cuarto era especial, partiendo por la obscuridad.
Su puerta de entrada, al final del corredor, hacía de punto final de todo lo conocido hasta ese momento. Pasado de aquel umbral, todo era desconocido. Tenía una ventana que se podía apreciar desde el patio exterior; muchas veces pensé, mientras jugaba, quién podría estar mirándome desde el otro lado de aquellas cortinas. Todo era suposición, misterio, imaginación. Hasta que llegó el día indicado; el momento justo para entender un misterio más sobre aquella casa. Disfrutando de la frescura de una mañana cualquiera, la puerta fue abierta por un hombre que se disponía a buscar algo desde su interior; saco un manojo de llaves desde sus ropas y seleccionando la indicada, la introdujo en la cerradura ante mi expectante mirada. La puerta se abrió suavemente ante la fuerza de su mano, dejando al descubierto su secreto interior apenas imaginado. Ingresé con una viva curiosidad; esperaba encontrarme con la persona que me miraba mientras jugaba en el patio exterior; con las cosas que acumulaba en tan absoluta obscuridad. Los pasos me llevaron hasta la claridad de la ventana la cual dibujaba la silueta de infinitas cosas amontonadas: quietas, frías, o quizá ahora muertas. Los vidrios de la doble ventana cubierto con una capa de polvo, con sus  cortinas corridas como para que alguien se asomara.  Nadie habitaba ese cuarto, pero sentía que estaba lleno de vida; me era familiar su temperatura, su aroma, las formas de las esquinas; la aspereza de la superficie de su puerta. Me asomé por la ventana esperando verme jugar en el patio –así lo creía-. El hombre, al abandonar el cuarto, me dijo algo que no fui capaz de retener en ese momento,  pero su sonrisa y tierna mirada me dejó la evidencia que me entendía. Luego de aquella vivencia salí a recorrer mis lugares, feliz; satisfecho, podríamos decir. Al pasar por el patio exterior esa tarde en busca de aventuras, quedé mirando por un momento la ventana: ahí estaba ese niño feliz que ahora me saludaba.

1 comentario:

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Hay que buscar ese reflejo de la infancia. Siempre.