miércoles, julio 11, 2012

El viejo en el espejo

Introdujo la llave en la cerradura y girándola a su derecha, abrió sin resistencia y con un casi imperceptible quejido la puerta señalada con el número 620. Sintió la huída de una brisa fría proveniente del interior del departamento, como si durante mucho tiempo esta hubiese aguardado por una anhelada libertad. Ingresó a una primera pieza amoblada de manera sobria que hacía de recibidor, y mientras dejaba en el piso la maleta que traía con él, miró algunos cuadros que colgaban de las paredes haciéndosele imposible no recordar las múltiples oportunidades que estuvo allí ¿cuándo había sido la más reciente? Miró hacia atrás en su memoria y pudo recordar la velada con amigos una noche fría de invierno; de esto hacia nueve meses o algo así. No tenía apuro: se tumbó en el sillón preferido de él como lo hiciera siempre cuando le venía a visitar, sobre todo en periodo de vacaciones; desde ese lugar contemplaba, como ahora, un aguafuerte con el motivo de una carreta en descampado que despertaba su anhelo de viajar. Era un grabado bonito; a corta distancia se podía apreciar detalles que proponían un paisaje de la estepa rusa; un grupo de personas que avanzaba a la retaguardia de la carreta con sus atuendos propios de aquella zona, le daba un sentido de una gran travesía al observador.
Luego de un momento se reincorporó de su cómoda ubicación y se dispuso a desempacar la maleta en la habitación. El pasillo se recorría en poco más de cuatro pasos alumbrado por una pequeña y hermosa lámpara de bronce que pendía de un cielo raso, iluminando un par de litografías de estilo bodegón puestas a ambos lados de este. Al enfrentar la puerta semiabierta, empujó con su mano abriéndola en su totalidad, siendo recibido por una hermosa claridad que se lograba con una ventana doble, puesta justo en el vértice que formaban las paredes del lado poniente del edificio; el escritorio de su padre estaba en perfecto orden y sólo con las mínimas cosas que a él le gustaba mantener. Se aproximó hasta la silla; acarició el borde del respaldo y tirando de este para hacer espacio, se sentó.
Miró hacia la cama y recordó lo que casi siempre evitaba recordar: la muerte. Sentía que era una pena cuando nos hacemos consientes de nuestra brevedad; de lo intrascendente de nuestra vida; que todas nuestras grandezas se confunden con nuestras miserias para, finalmente, desaparecer. Quizá lo intuía así por el amor que sentía por ese hombre ahora ausente; por verlo morir en su lecho quizá negando lo inevitable hasta su último aliento; persistir por una eternidad que no se le hacia presente; por una finitud que le besaba ya sus labios. Y no obstante, ahora, cuando era él que continuaba dando tumbos por esta vida y una vez encomendada la de su padre, al menos sentía que todo ese dolor, todo ese vacío que una vez sintió, todas aquellas lágrimas que brotaron como cuando era un chiquillo, se transformaban sin él desearlo, en un extraña sensación de bienestar. Nada en aquella cama señalaba el paso de aquel hombre por esta vida; ni una marca que hiciera suponer sus días.
Se levanto de su silla y tomado la maleta, la dejo sobre la cama. Salió del cuarto en busca de otras cosas. Al enfrentar la puerta de salida quedó contemplando su rostro en el espejo; recordó el de su padre. Su mirada estaba tranquila y aquella imagen del espejo nada le reprochaba; las líneas de su rostro daban cuenta del tiempo que también a él alcanzaba; de la promesa inexorable de una partida.





Basado en el relato EL ENTIERRO de Anabel Rodriguez. (LA PUERTA DESHECHA)