lunes, marzo 29, 2010

Derrotero otoñal

Lo último que vio de ella al acompañarla hasta la estación, fue su sonrisa que le entregó casi como un regalo de despedida. El tren comenzó a moverse, pero él ya le había dado la espalda; quería salir lo antes posible de aquella aglomeración. Le incomodaba el aroma mezclado de perfumes, cigarrillos y café; inclusive, percibía el olor de los fierros recalentados del tren que se ponía en marcha. Salir lo antes posible de allí, pareciera, se convertía en su gran anhelo esa mañana de otoño.
Canceló la tarifa del automóvil de alquiler que le aguardaba, y se dispuso a caminar por las calles de la ciudad sin dirección determinada. El viento frío y los nubarrones que había esa mañana, prometían acompañarle el resto del día. Nada mal para alguien que detesta el calor. Se distrajo con una pareja que discutía por la perdida del tren que a esa hora abandonaba la estación, esbozando una sonrisa ante las mutuas recriminaciones que ambos se prodigaban por aquel lance. Continuó su camino hasta que todo se mezcló en un gran sonido: el sonido de la ciudad. El aturdimiento que generaba toda esa atmósfera, la utilizó como fondo para poner a la luz sus pensamientos que esa mañana le acuciaban, y que no permitían mayor dilación.
Antes de lo esperado, dirigió los pasos a un antiguo café por él visitado desde hacía mucho tiempo; se podía decir que era su lugar favorito cuando salía a recorrer la ciudad; no era demasiado grande, y la decoración tenía reminiscencias de los años veinte. Entró casi sin pensarlo del todo y se dirigió a una mesa instalada en un lugar que siempre le acomodaba: junto a una ventana y frente a la entrada. Su pedido fue atendido de inmediato por una solícita joven, que en breve le llevó un café cortado con un toque de canela en polvo sobre la espuma. Luego de un primer sorbo, extrajo desde un bolsillo interior de su chaqueta, un sobre aéreo sin franquear; retiró de su interior la carta que contenía, y leyó.
“Intento estas líneas, ahora que me encuentro justo al lado tuyo, mientras tú duermes tranquilo. Mañana partiré de regreso a Puerto Montt, y si bien nos hemos dicho todo lo que pensamos uno del otro, y de esta bendita relación que se prolonga en el tiempo, casi con su propia unidad de medida, resulta claro a todas luces, que no me gusta estar lejos de ti; no me hace bien sentirte lejos.
Créeme lo mucho que me alegré con la noticia de tu traslado a Antofagasta; siempre quisiste que reconocieran tu esfuerzo, y ahora se da la oportunidad. Espero que todo te salga bien por esos lados, lo mereces. Yo por mí parte, seguiré dando clases de pintura en el atelier; me volcaré por completo a la plástica y espero encontrar allí, uno por uno, todos los pedazos en los que me he convertido. Te mentiría si te dijera que no podría vivir sin ti, sabes que no es así ¿Tú, podrías? Estoy segura que sí.
Bien cariño mío, mí bienhechor en esta vida; dejo hasta aquí estas líneas, que no han sido otra cosa, sino el resultado del amor que te tengo, y del nulo juicio que hace mí cuerpo, a la noche ya instalada sobre nosotros. Tuya: Margot.”
Por largo momento quedaron sus pupilas clavadas en el nombre de ella al final del texto. Recorría con amor la caligrafía que ofrecía esas letras, y le recordaba esos hermosos dedos de su mano. Luego sintió como si ese nombre cayera a un abismo por la falta de texto, como si ella se hubiese lanzado por un precipicio. Pero luego de un momento, se dio cuenta que era él el que caía. Nada continuaba después de aquel hermoso nombre; él era el que se lanzaba al vacío, él se dejaba caer. Dobló la carta con cuidado y la introdujo en el sobre que había dejado en la mesa. Una desagradable sensación de pérdida comenzó a envolver su corazón. Pidió la cuenta, canceló el café y se marchó.
El resto del día lo dedicó a preparar su viaje a Antofagasta, ultimando todos los detalles que en tales circunstancias suelen aparecer. Almorzó un plato ligero y volvió al departamento en horas de la tarde; realizó varias llamadas telefónicas y recibió otras tantas; todas de amigos y familiares que le deseaban lo mejor en su nueva colocación. Le quedó dando vueltas las palabras finales de la conversación que sostuvo con su padre; por lo general, era éste un hombre de pocas palabras pero de gran amor y templado carácter “Creo que estás a punto de tomar la mejor de tus decisiones, te deseos lo mejor, hijo” Se dejó caer sobre la cama y se durmió. Al despertar, ya entrada la tarde, se apuró en buscar su bolso de viaje, y de manera casi ansiosa, comenzó a acomodar su ropa. Esto le recordó cuando viajaba por alguna festividad o vacaciones, y todas las expectativas que se hacía con el viaje; empezó a comparar cuánto de él aún estaba presente; qué cosas en aquellos tiempos le hacían feliz; qué esperaba de la vida. Se alegró con el nuevo estado de ánimo que le invadía; ese estado era el que necesitaba para poder crear y construir sus días. Miró su reloj, eran pasadas las veinte horas y su excitación crecía. Tomó el bolso y su maletín y bajó raudo las escaleras
–Que tenga buen viaje, señor. -Le dijo a la pasada el conserje
–Gracias, déjale un saludo a tu señora de mí parte. -Respondió casi con una sonrisa infantil. Salió a la calle y se montó en el vehiculo de alquiler que le esperaba –A la estación, por favor.
Era una noche hermosa; con nubarrones que se dibujaban con las últimas luces del crepúsculo; la ciudad, ya vestida de luces, dejaba ver a las personas con dirección a cualquier parte. Se respiraba libertada en las calles, o al menos, él lo sentía de ese modo; era lo más probable: cuando uno está feliz, optimista, todo se llena con ese ánimo; las cosas nos parecen significativas hasta en lo más mínimo; inclusive, nos es más fácil, bajo el influjo de ese estado, ser mejores personas.
Al llegar a la estación, descendió del vehículo con su equipaje y se encaminó en dirección al área de venta de pasajes; estaba lleno de gente, con la diferencia que ahora podía ver cierta amabilidad en toda esa aglomeración. Hizo la fila frente a la boletería; ésta avanzaba de manera rápida, lo que siempre alegra en estos casos; revisó por última vez los papeles que necesitaría para su viaje y se aprestó a enfrentar la ventanilla.
-¿Destino…? -Preguntó una voz de mujer desde el interior. Con su mirada y voz segura respondió: –Puerto Montt- Tomó el billete y se dirigió feliz hasta el andén donde le aguardaba su tren.

martes, marzo 02, 2010

Sísifo en Chile


“Así sentiría yo, si fuese chileno, la desventura que en estos días renueva trágicamente una de las facciones más dolorosas de vuestro destino. Porque tiene este Chile florido algo de Sísifo, ya que como él, vive junto a una alta serranía y, como él, parece condenado a que se le venga abajo cien veces lo que con su esfuerzo cien veces creó”
(José Ortega y Gasset)


Esto lo dijo a propósito del terremoto del año 1960; y tienen mucho sentido sus palabras, tanto así, que ellas se actualizan con cada gran desastre que nos golpea como nación. No obstante, lo que nos impulsa como chilenos a reconstruir todo (o lo que equivaldría a cargar la roca sobre nuestros hombros nuevamente) no es cumplir con un castigo impuesto, sino más bien, el profundo amor que se tiene por esta hermosa tierra; esta cornisa que se descuelga como lanzándose al océano, y en su caída nos regalara la más maravillosa de las visiones.