miércoles, enero 20, 2010

La señorita de Helsinki

Sus pisadas trascurrían rápidas sobre una vereda tantas veces recorrida; el apuro de ese momento se debía al atraso aparente hasta su lugar de trabajo, que si bien es cierto no lo estaba del todo, se encontraba dentro de los límites por ella impuesto al horario de entrada. Esa sensación de atraso, de llegar tarde a algún lado, era lo que más le desagradaba de vivir en una ciudad; según ella, motivo suficiente para evaluar de manera seria la permanencia en cualquier ciudad. La excepción a esta conducta, ocurría cuando llegaba la nieve a la ciudad; entonces, el apuro desaparecía, y todo para ella se volvía llevadero, amable, asible. Su mirada se detenía en esas cosas que estaban como aguardando por aquella mirada; gustaba de recorrer la ciudad, cuando el clima lo permitía, disfrutando de ese particular tono azul que adquiere el paisaje en los meses de invierno. La ciudad de Helsinki, había acogido como una madre, la vida desarticulada de aquella muchacha.
Hija de una mujer heroinómana y un padre alcohólico, fue abandonada casi a su suerte en Barcelona, donde vivió en casas de amigos y en la de su abuela; a los diez y seis, acompañó el cuerpo de su padre hasta el cementerio local, y cuatro años más tarde, hacia lo mismo con el de su madre. Trabajó como mucama, luego fue niñera, hasta terminar acompañando los últimos días de vida de su abuela materna. Aquella vieja postrada en su lecho, le dijo en una oportunidad que aprendiera a sonreír, que se veía hermosas cuando lo hacía; que a ella, lo bueno no se le había negado, sino más bien, se le había reservado. Un día la llamó a su lado, le entregó un sobre con una cantidad de dinero, y le dijo que se marchara, que estaba bueno ya; que era hora de empezar con su vida; que era poco estético llevar más de dos personas al cementerio. Con aquella señora era imposible discutir: se abrazaron, se besaron, también lloraron, y no se volvieron a ver. Esa misma noche salió de Barcelona, con rumbo a un cupo de trabajo en un empresa naviera, dejando tras de sí, lo que ella entendió como su primera etapa.
En los viajes que alcanzó a realizar, trabajando a bordo de un crucero que cubría esa ruta, disfrutaba aquella línea de luces en la costa, que anunciaba a todos los pasajeros, el próximo arribo a la ciudad de Helsinki. Esto despertaba en ella, imágenes quizá soñadas alguna vez, acompañadas de aromas de café y libros; de hecho, conservaba uno del escritor Mika Waltari, al que conoció por casualidad, gracias al olvido de un pasajero. En aquella oportunidad, estaba recogiendo algunas cosas en cubierta, cuando observó que en la esquina de un mesón, yacía bajo las hojas de un arreglo floral, el mencionado libro; lo abrió buscando alguna identificación, y lo guardó con la idea de poder regresarlo con su dueño. Así fue como en las noches o en sus momentos libres, se hacía acompañar de esas páginas, convirtiéndose en un nexo entre aquella mujer y la ciudad.
Casi no recordaba el momento exacto que decidió quedarse, fue como si una parte de ella hubiese estado siempre allí. Se le podía ver apurada entre la gente, o tranquila frente a un café con sus libros, cuadernos y notas. La imagen de ella iluminaba un poquito más la ciudad de Helsinki. En una oportunidad, al levantarse de su mesa acompañada de un amigo, dejó caer por casualidad un trozo de papel; se marcharon entre risas hasta confundirse con la gente; la persona que atendió su pedido, leyó las líneas con atención:

“Apetece tu brisa fría.
Tu hielo,
escarcha y bruma.
El viento tira de mis cabellos,
me acurrucas con tu espuma.”

domingo, enero 03, 2010

Por error

Con el pulso un tanto acelerado, tomó las llaves de la mesita de noche y se dispuso a salir lo antes posible; el objetivo era volverse anónimo entre la multitud y recorrer las calles en busca de algún estímulo que lo liberara de sus pensamientos. Revisó todo por última vez, pero al momento de tomar la manilla para abrir la puerta, los escuchó. Se quedó inmóvil agudizando el oído, tratando de identificar las voces que llegaban hasta él. Escuchó la voz de un hombre y de una mujer, luego, la de otro hombre que participó con un lacónico: “¿qué habitación ocupa?” No hubo respuesta, al menos no de forma verbal, generando una sensación de incertidumbre que le obligaba a entrar en el ámbito de la especulación. Prefirió mantenerse junto a la puerta intentando descifrar la conversación que estaba ocurriendo en el pasillo; advirtió como los pasos se acercaban hasta detenerse frente a la habitación; luego de un par de segundos, se escuchó el llamado a la puerta con cuatro golpes de nudillos.
-Hasta que dieron conmigo. –dijo en voz baja. -¿Quién de todos pudo ser? Sí, quizá fue ese desgraciado a cargo de la administración de correspondencia; o quizá la asistente del departamento de envíos, la señorita Marie ¡Malditos todos…!
Se dirigió sin hacer ruido hasta la maleta de equipaje, y extrajo una pistola Beretta 9mm que llevaba con él en cada viaje; también un silenciador, el cual instaló haciéndolo girar en la boca de la pistola. Cada movimiento que realizaba lo acercaba más a su instinto; a eso que luego, en los momentos de tranquilidad, le turbara el ánimo. Abrió la ventana para simular una huida; se deslizó como un espíritu al costado opuesto de la cama con respecto a la puerta; corrió el seguro, hizo pasar la primera bala hasta la recámara y esperó mirando casi sin pestañar la luz exterior que se colaba bajo la puerta.
-Creo que salió, será mejor dejar el sobre en la recepción –Se escuchó desde el otro lado de la puerta.
-No, mejor deslízalo, cuando llegue lo encontrará. –Propuso la mujer.
Con las pupilas dilatadas como un felino, pudo apreciar como éste era deslizado bajo la puerta; luego de un breve intercambio de palabras en el pasillo, los pasos se alejaron en dirección al elevador. Con un profundo respiro que llenó sus pulmones, puso el dedo pulgar sobre el percutor, conteniendo toda la energía que su dedo índice liberó, al momento de activar el gatillo. Se reincorporó desde donde estaba, y se dirigió hasta la puerta para examinar el sobre que le fuera dejado. Agachó su pesada estructura hasta poder tomarlo, y manteniendo aquella posición, extrajo del interior una tarjeta que contenía algunas líneas de texto. Sonrió con burla e ironía al constatar que le era solicitado por la administración del hotel, mover su coche de la zona de carga.