sábado, diciembre 12, 2009

Laguna Negra (VII)

Los caballos, aún agitados por la marcha impuesta, movían sus cabezas como intentando liberarse de sus riendas. Caminé despacio al lado de uno de ellos, viendo como se dilataba su panza por el trabajo de respiración: no pude controlar el impulso de acariciar uno de sus cuartos delanteros, recibiendo sin incomodarse, mis muestras de admiración. Mientras daba los primeros pasos de una caminata que se prometía extensa, lanzaron aquellos solípedos animales un resoplo al unísono, casi como en señal de despedida; giré a mis espalda con alegría, viendo por última vez, aquel maravilloso carruaje.
A medida que avanzaba, sentía un bienestar generalizado en el cuerpo, parecido al que experimenté aquella noche en el campamento, antes de iniciar este viaje; el camino se comenzaba a angostar y elevar hasta meterse por un costado de la cordillera y allí, agarrado de las rocas, proponía la única ruta posible. Volvió el frío y la ventisca, lo que obligó a parapetarme en una grieta a la espera que amainara un poco su fuerza; quedé largo rato sentado con las piernas recogidas contra el pecho, esperando. Luego de un momento, subieron a la memoria, los recuerdos de la mucama que llevó el desayuno hasta mi cuarto; la sensación que despertaba ahora, que me suponía lejos de ella, era de separación o abandono; dolía su recuerdo. Cómo era posible que aquellos breves momentos en que compartimos algunas palabras, hubiese sido suficiente para alterar de esta manera el ánimo ¿Cuánto tiempo trascurrió, en realidad? Luego recordé a la mujer para la cual trabajaba: mí aspecto en ese momento, mis ropas, mis manos, daban cuenta de una prolongada estadía entre aquella gente; inclusive, en las palabras sobre cómo debía gastar el oro, había familiaridad. Pero todo se quedaba hasta ahí, no existían más recuerdos, sólo aquel rostro de la mucama y su sonrisa. Cansado por la espera que seguía prolongándose, cerré mis ojos y dormí.
-Quédate, no te marches. –Su mirada escondía una súplica la que sabía de antemano, no podría rechazar.
Esta vez sería distinto, sabía que sus palabras actuaban como un sedante en mí; no quise responder de inmediato.
-Se hace tarde y debo volver a la mina. –Dije, forzando mí voluntad que se negaba.
Sus hermosos ojos, ahora hecho dudas, se vaciaron en mí comprendiendo todo y no diciendo algo. Me abrazó, nos abrazamos y permanecimos así, en una despedida sostenida en el tiempo.
-¿Escuchas el trueno a la distancia? –Preguntó, mirándome a los ojos.
En ese momento, un trueno hizo remecer los cerros, despertándome de golpe con un nombre casi asomado a la memoria el que ya no pude recordar.
La ventisca había cesado, ocupando su lugar un viento fuerte que traía consigo el sonido de toda la montaña. Me mantuve sentado por un momento, estirando las piernas que se encontraban entumecidas por la posición; una vez que estuve incorporado, retomé la marcha con un poco de cansancio pero de buen ánimo. Los pasos que desandaban una ruta antes desconocida y misteriosa, se mantenían firmes hacia la entrada de la mina, la cual imaginaba aún custodiada por el hombre que me ofreciera la alforja a mí llegada. Cómo anhelaba ahora estar en mí carpa, leyendo aquella novela tantas veces postergada. ¿Habrán realizado tareas de búsqueda para hallarme? El recuerdo de la imagen del gobernador era perturbadora; lo sentía como si de manera inevitable me hubiese dividido en una especie de mitosis, y la existencia de esa otra persona pudiera atormentarme desde los sueños, dirigiendo a fin de cuentas, mí destino. Como una forma de validar que aún seguía siendo el mismo, recordaba el maravilloso amanecer que presencié a la salida de la ciudad aquel día: con nubes arreboladas por los primeros rayos, las que se mantenían aferradas a las cumbres altas y nevadas, como negándose a despertar.
Hasta ahora creo que las experiencias vitales que en definitiva modifican la forma de ver, pensar y entender de las personas, luego de ser vividas, quedan guardadas en un lugar especial y distante; un lugar al que sólo se puede acceder con humildad y silencio. Sin embargo, existe algunas veces la necesidad de exteriorizar lo vivido, ante la inestabilidad que aquella experiencia pudiera estar generando, viéndose obligada a recurrir a la ayuda médica, chamánica o religiosa; de no ser así, aquella psique corre el riesgo de volverse delicada como una tenue cáscara conteniendo una atribulada razón; encontrando un camino de sanación, a través de compartir aquello que de manera individual, le podría dañar.
A la distancia pude ver el farol que aguardaba por mí, sentí alegría y ganas de correr hasta allá; se veía más grande y brillante que la primera vez, manteniendo la oscilación por el viento que reinaba en esa zona. El tiempo en todo era más benigno que la primera vez, si bien es cierto hacía frío, la ventisca había cesado, permitiendo ver con mayor claridad el portón cortando la ruta. El corazón se aceleró cuando me encontraba a unos cincuenta metros, pensaba en miles de posibilidades; quizá el centinela no dejaría que me fuera; tal vez no había nadie para abrir; o peor aún: me encontraba preso en el tiempo y estaba condenado a vagar una y otra vez por la mina. Tomé aire y me obligué a tranquilizar mí fecunda imaginación. Como la primera vez, detuve mis pasos frente al portón sin saber lo que debía hacer; quedé mirando la grieta que se encontraba del otro lado, recordando que desde allí había salido el centinela en aquella oportunidad. Pero ahora fue distinto: un hombre del lado en el que me encontraba, salió a mí encuentro.
-Qué bueno es volver a verte. –Dijo, mientras se acercaba hacia mí.
Por un instante no lo reconocí, luego no tuve duda alguna: era el hombre que estuvo presente en más de una oportunidad en mí viaje, inclusive, en sueños
-Siento una gran alegría en este momento. -Le dije con sincera amistad.
-Yo también, amigo; es bueno verte por fin aquí. –Me decía, mientras buscaba entre sus ropas una vieja y oxidada llave de hierro.
-¿Cuánto tiempo ha pasado desde mí llegada? –Pregunté.
Introduciendo la llave en el sistema de cerrojo y con esto liberando el portón, me dijo:
-Eso no es lo importante, sabemos que la eternidad bien podría transcurrir en un segundo.
Sí, compartíamos más que este viaje con aquel amigo; desde nuestro silencio en aquella imagen del nogal, hasta un café compartido en medio de la noche. Intuimos que muchas cosas nos eran comunes a ambos.
-Gracias. –Le dije, mientras nos despedimos con un abrazo.
-No olvides que fuiste tú el que logró hacer el viaje hasta acá. –Respondió con una mirada que envolvía genuina gratitud.
Nos separamos y comencé a traspasar el portón que se encontraba abierto en su totalidad.
-Espera un momento. –Dijo, haciendo detener mí marcha.
Al tiempo que acercábamos nuestros pasos, retiró de su hombro el hermoso manto que vestía y me lo entregó.
-Vas a necesitar esto. –Dijo con amabilidad, mientras extendía su brazo hacia mí.
Tomé la manta e inmediatamente la puse sobre uno de mis hombros; la acomodé de manera natural como si siempre la hubiese vestido. Giré sobre mis pasos y retomé la marcha. Luego de un momento miré a mis espaldas, recibiendo de vuelta el brillo del farol mecido por el viento.


Fin.

viernes, diciembre 04, 2009

Laguna Negra (VI)

Una vez que llegué al camino principal, luego de abandonar la ladera del cerro, quedé mirando hacia el poniente en dirección a la posada; pensé en volver por un momento, lo que estaba a punto de abandonar, lo que haya sido, me generaba dolor dejarlo: respiré hondo y retomé la marcha.
La tenue luminosidad se dejaba caer sobre el paisaje, entregándole ese tono monocromático tan particular del lugar. Era parecido a caminar por las quebradas en noches de luna llena, pero sin tener a ésta en el cielo; también daba la impresión al fenómeno de una aurora boreal, es decir, a un ambiente ionizado por algún tipo de actividad electromagnética; las montañas más altas, apenas dibujadas por el brillo que llegaba a sus cumbres, mostraban aquel ángulo imposible que suponía estar mirándolas desde el interior de la laguna. –Las cosas no podrían empeorar- Decía en voz baja para escuchar mí voz; quería darme ánimo y suponer que era sólo un mal sueño, una especie de castigo ante una desmesurada curiosidad; recordaba el cuidado con el que realicé las anotaciones para ubicar la ruta de acceso, y la decisión de prolongar mí estadía en aquella zona. Pero todo aquello tenía un falso sentido de arrepentimiento; como el de alguien que se prepara para obtener benevolencia, exigiéndola de manera pasiva, por la vía de reconocer de forma anticipada, una culpa que en su fuero interno, no la siente como tal.
No, no fue así como ocurrió todo esto. –Pensaba.- Fui invitado a realizar este viaje imposible, el cual por un momento dudé en aceptar. Cada una de estas vivencias, eran solo opciones que quedaron atrapadas en antiguos caminos sin recorrer; y ahora, vestidas con las ropas de una leyenda, estaban dispuestas a no dejarme escapar.
El camino comenzó a ascender de manera suave y sinuosa, llevándome fuera del pueblo y del valle, con dirección oriente. El sonido de mis pasos era lo único que percibía en la quietud del camino, sumado al rumor de pequeños esteros que bajaban desde las cumbres, entregando ese particular sonido del agua, que hace adivinar su danza entre las piedras. Todo fue interrumpido por un gruñido que se proyectaba desde corta distancia, entre los matorrales; luego, como un relámpago saltó una bestia desde las sombras, quedando en medio del camino dispuesto a abalanzarse contra mí.
-¡Polo, ven acá! Exclamó un hombre que se acercaba por la orilla contraria de la ruta.
Un hielo recorrió toda mí espalda, al recordar la víspera de este viaje, cuando escuché el paso en la obscuridad de aquel hombre y su perro. La bestia, sin moverse siquiera, mantuvo su posición de amenaza, mostrando como clara advertencia, sus colmillos que resaltaban con aquella luminosidad. Estaba petrificado en la escena, esperando sólo que se acercara aquel desconocido para que controlara a su animal.
El crujido del suelo con sus pisadas aproximándose, el suave ondear de una capa que vestía confiriéndole cierto aire de distinción, me hizo intuir sólo una posibilidad: era el gobernador; aquel hombre que por breve instante viera pasar raudo en su carruaje, y que me dejara la extraña sensación de ser yo quien viajaba a bordo de aquel landó.
-¿Te marchas? -Preguntó con un tono que no dejaba duda de lo que estaba ocurriendo.
-Sí, es tiempo de marchar. –Respondí a pesar de lo enervante de la situación.
Nuestras miradas se encontraron y no se separaron de inmediato, más bien se quedaron entrelazadas en un diálogo que en ese momento, escapaba a ambos. Qué camino tuviera que elegir para vestir, por ejemplo, esa capa; por qué poseía yo en él, esa mirada de contenida maldad; por qué en su cara se reflejaba una sonrisa de obscena satisfacción.
-¿Abandonas todas estas tierras y riquezas que podrías disfrutar? –Preguntó con un tono de lamento.- ¿No sientes compasión por toda esta gente que te necesita?
-Fuiste tú el que me invitó a este viaje ¿recuerdas? dejaste a mí vista la ruta para no extraviarla; sobre ella aún viajo sin saber cuánto tiempo me ha tomado; a veces creo que demasiado; tengo recuerdos que me hablan desde lejos, como si intentaran tomarme de la mano y llevarme hasta ellos otra vez.
-Has llegado a ser gobernador de todo este lugar; quédate y descubre esta otra realidad.
-La decisión está tomada, gobernador: me marcho. –Dije con seguridad.
-Esta bien, márchate; es tu voluntad. –Respondió en tono hosco. –Permíteme llevarte a las afuera del pueblo, donde podrás seguir tu camino.
Levantó el brazo y se escuchó a mis espaldas, un coche que se ponía en rápido movimiento, saliendo a nuestro encuentro. Al llegar, pude apreciar la hermosura del carruaje; de finas terminaciones, poseía manillas de oro en las puertas y pisaderas de plata; era tirado por una pareja de hermosos caballos; el cochero, de pequeña estatura, vestía una impecable librea y sombrero. De un salto estuvo en el suelo, abriéndonos la puertecilla del carruaje; el perro fue el primero que ingresó ante la invitación de su amo tras un breve -¡Sube!- Luego me ofreció el paso, el cual rehusé con una cortés venia, la que recibió con beneplácito, subiendo él antes que yo. Luego de la ceremonia de abordaje, la cual finalizó con el suave portazo dado por el cochero, nos pusimos en movimiento.
Mientras el landó avanzaba por la ruta, el gobernador extrajo una fina botella de cristal que contenía algún tipo de licor; tomó del mismo lugar dos copas de fina manufactura, sosteniendo ambas con la otra mano; de manera hábil y controlando el movimiento que provocaba el desplazamiento del carruaje, escanció en ellas el licor.
Extendió su brazo con las copas hacia mí, con la evidente intención que eligiera una de ellas; tome una copa, mientras que con asombro veía que mis manos ya no estaban mal tratadas por el supuesto trabajo en la mina.
-Pasaremos por la calle principal del pueblo. –Dijo, mientras daba su primer sorbo.
Esto no tuvo sentido para mí, ya que viajábamos con dirección oriente y se suponía que el pueblo estaba a nuestras espaldas.
-¿No estamos viajando con dirección oriente? –Dije en tono de aparente despreocupación. –El pueblo está hacia el poniente.
Sus ojos brillaron con burla ante el desconcierto que esto generaba en mí; bebió otro sorbo sin quitarme la vista de encima. Pareciera que todo aquello le provocara placer y cuanto mayor era mí desconcierto, mayor su satisfacción.
-Ves cómo existen cosas que no entiendes y podrías llegar a dominar si te quedas. –Agregó con ironía luego de saborear su trago.
-Aunque no lo creas. –Agregó. -Vamos en dirección poniente, hacia la salida, según tu voluntad.
Luego de un momento de viaje, se empezaron a ver las primeras plantaciones; era cierto: viajábamos con dirección poniente. Las últimas casas daban paso a plantaciones de vid, eso lo recordaba bien cuando salí a recorrer el pueblo a mí llegada.
-Prepárate para saludar a tu pueblo. –Dijo con tono desafiante. Y agregó:
-¡Cochero, apura las bestias!– Respondiendo el aludido, con el típico chasquido del látigo sobre el lomo de los caballos. Un tirón de todo el landó fue la respuesta al cambio de velocidad que las bestias imprimieron al carruaje.
-Vamos, saluda. –Insistía.
Con un leve esfuerzo incorporé el cuerpo del mullido asiento hacia la ventanilla, desde donde pude apreciar a toda una multitud congregada al paso del carruaje. Levanté la mano en señal de saludo, al tiempo que llegaban hasta el interior los gritos de ¡Viva! ¡Viva el gobernador! De pronto, entre todo el público, pude distinguir a la altura del portal de la posada, la imagen de otro viajero que acababa de llegar, esto me hizo enterrar de un golpe el cuerpo en el asiento – ¡Otro forastero!- Exclamé.
-Si quieres podemos detenernos e ir a buscarlo. –Propuso en tono de amplia amabilidad.
Me pereció buena idea; no quería que otra persona quedara extraviada en este lugar. Pero luego recordé la imagen de aquel hombre que estuvo presente en mí sueño; recordé cada una de sus palabras. ”Estamos para recorrer un camino…” Todo comenzó a tener un poco más de sentido en mí golpeada cabeza; por primera vez desde hace mucho tiempo, tenía la seguridad en una respuesta.
-No, sigamos la marcha. –Contesté.
Una profunda mirada de odio y desprecio recibí por parte de aquel hombre, que por extraña razón, ya no me reconocía tanto en él. La rauda marcha continuaba devorando la distancia que me separaba de la tan anhelada salida. El silencio entre nosotros era total; un frío sentía en mis huesos, haciéndome beber con ganas el último sorbo de mí copa.
Luego de un momento, el cochero detuvo de manera abruta el landó. Nos quedamos mirando por un instante y luego agregó:
-Acá debes bajar, la salida ya la conoces. –dijo sin amabilidad.
Erguí mi cansado cuerpo; dejé la copa vacía en el piso del carruaje y justo al momento de reincorporarme, el gobernador había desaparecido. No provocó nada en mí, sentí una especie de alivio. Tomé la manilla interior de la puerta, y soltando con ello el mecanismo de trabado, me dispuse a descender. Comencé a dar los primeros pasos y justo a la altura del puesto de cochero, miré hacia arriba para ver su rostro, dándome cuenta que también este ya no estaba. Un solo pasajero descendió del hermoso carruaje en esa amplia soledad.


Continuará…