viernes, noviembre 13, 2009

Laguna Negra (III)

La ventisca desapareció, dejando un manto de silencio sobre el paisaje, interrumpido sólo por el ruido de mis pasos. Una extraña claridad se instaló sobre el camino; no podía identificarla como las primeras luces del amanecer o las últimas de un crepúsculo, pero ahí estaba: dejándose caer sobre el valle. El camino se hizo más ancho y los primeros indicios de vegetación comenzaron a poblar mí entorno cercano. Existía todo tipo de plantas, muchas de ellas con características medicinales, las que había aprendido a clasificar según su nombre y especie, desde que era un muchacho. El sonido de un arroyo hizo detener la marcha para refrescarme en sus aguas; arrodillé el cuerpo junto al líquido maravilloso que corría, presuroso, producto del deshielo en las altas cumbres. Bebía con mis manos varias veces, mojando el rostro cansado por la jornada, cuando un destello entre los guijarros llamó mí atención: era una enorme pepita de oro; bella en toda su forma y pureza; su tamaño superaba a una almendra de buen calibre. La miré cautivado entre mis dedos; luego la sumergí, para apreciar su hermosura a través de las formas que proponía el agua. Pensé en guardarla en mis bolsillos, pero apareció en mi cabeza, un sentimiento de deseo que superaba al sentimiento de belleza original; luego recordé al hombre de la manta y nuestra conversación: opté por devolverla al fondo del cause. Bebí más agua fresca y retomé la marcha; los pasos me adentraban al valle rodeado por imponentes cumbres; dirigía miradas al cielo en búsqueda de nubes arreboladas que me dijeran la dirección del viento, o un indicio de la hora aproximada en ese momento, pero nada, sólo esa extraña claridad.
Luego de un momento, el camino terminó por empalmar con una calle amplia, la cual poseía construcciones a ambos lados de éste, mostrando una línea arquitectónica regular de vivos colores. Podía apreciar a lugareños que se dirigían a cualquier lado en completo silencio; los que caminaban acompañados, lo hacían dando la impresión de estar murmurando, más que conversando de manera abierta; las miradas que se dejaban caer en mí persona, demostraban una total indiferencia, como si éstas rebotaran y pasaran a algo más importante. Entré a un lugar parecido a una posada donde se ofrecía todo tipo de alimentos y bebida, incluso, la posibilidad de alojamiento. Acomodé el cuerpo en la barra y esperé tranquilo que fuera atendido, mientras, trataba de identificar el nivel de desarrollo de esa gente, a través de sus artefactos; quedé asombrado al percatarme que los grifos utilizados como surtidores de cerveza, habían sido elaborados en oro. Estaba en esas observaciones, cuando entró al local un hombre más bien viejo, hablándole a los que estábamos allí -¡Viene el gobernador!- Decidí seguir al grupo de personas que salieron de manera atropellada para ver el paso de la comitiva. En cosa de segundos, las veredas estaban atestadas de público, levantando las manos en señal de saludo hacia el paso de un landó cerrado. El estrépito de los cascos de las bestias sobre la calle, hizo vibrar el portal donde me instalé -¡Viva!, ¡Viva el gobernador!- se escuchaba de manera repetida entre la multitud; y en el momento que la mano de aquel hombre se dejaba ver, correspondiendo a los saludos, nuestras miradas se cruzaron por un breve instante. Un escalofrío recorrió todos mis huesos, algo parecido al pánico se apoderó de mí; en esa mirada, en esos ojos, pude adivinar que era yo el que viajaba en aquel carruaje; el ángulo visual quedo interrumpido por el rápido avance de la comitiva, perdiendo la oportunidad de repetir la experiencia. Con los sentidos turbados reingresé al local, para quedar sentado junto a la barra, en completo silencio.
-Qué le sirvo, amigo. –Preguntó un hombre que oficiaba de cantinero.
Qué podía responder; estaba tratando de entender lo ocurrido. En ese momento mí mente estaba en otro lugar; lugares que añoraba y que antes fueron tan simples y breves. Sentía temor de mirar al hombre a los ojos, no estaba seguro si la experiencia fue sólo mía. Quizá fue el cansancio acumulado por la caminata, y no debiera darle mayor importancia. Tomé confianza en esto último y decidí ordenar.
-Tráigame algo fuerte para beber. –Respondí levantando la mirada para observar al cantinero.
La mirada que recibí de vuelta no fue lo que esperaba. Un encuentro de produjo en mí cabeza. Algo parecido a la certeza de un diálogo entre el cantinero y yo; un diálogo sin palabras, pero evidente para ambos. Todo quedó confirmado con una leve sonrisa, apenas expresada en la comisura de su boca.
-Le traigo su pedido de inmediato, señor. –Sus ojos tenían un brillo de fría amabilidad.
Mientras bebía el trago, decidí que lo mejor era volver a casa, no tenía sentido todo aquello; cuál era la razón de estar allí, entre esa gente. Nunca supe que existiera un pueblo minero en esta zona, con todo un sistema administrativo; con autoridades que fueran responsables del mantenimiento de todo aquello. El ruido del local, el aire enrarecido por el humo de los cigarros, las risas; inclusive, las miradas que recibía, sólo exacerbaba más mí cabeza. Comencé a sudar, volvieron las nauseas, y cuando creí que en cualquier momento perdería el sentido, una amable mujer me abordó.
-¿Necesita usted, una pieza para esta noche?
-Sí, por favor; creo que necesito dormir un momento. –Le respondí casi desfalleciendo.
Pidió que me fuera entregada una llave; sonrío con amabilidad y desapareció.
-Habitación doscientos ocho, señor; al final del pasillo. –Dijo una voz.
Dejaron una llave labrada en oro junto a mí: no pude levantar la cabeza. Las risas continuaban; los sonidos de botellas y vasos en señal de brindis, el murmullo; tenía que levantarme y salir de allí. Con esfuerzo reincorporé el cuerpo y dirigí mis pasos a las escalas que me llevarían a la habitación. El pasillo superior estaba elaborado en madera, con hermosos faroles adosados a las paredes; la luz tenue que emitían, relajaba de a poco mis cansados ojos; camine a lo largo de éste, hasta enfrentar la puerta que tenía el número doscientos ocho; introduje la llave, hice girar el mecanismo de la cerradura, e ingresé a una habitación hermosa y bien decorada, casi elegante. Una vez dentro, y sin mirar a mis espaldas, cerré la puerta tras de mí.



Continuará...

1 comentario:

SBM dijo...

bueno, bueno, bueno... cada vez más misterio.