sábado, noviembre 28, 2009

Laguna Negra (V)

-Buenos días, dónde dejo la bandeja. –Preguntó una mujer joven de pelo castaño, ataviado con una pequeña cofia, puesta a la altura de la nuca.
De una belleza extraña, con brazos tersos como el marfil, una boca en todo perfecta; la forma de sus pechos resaltaban contenidos en una chaquetilla ajustada; una cintura pequeña daba luego paso en su caída, a las caderas torneadas que solo presagiaban la hermosura de sus piernas. Quedé mudo ante singular belleza.
-Espero esté a su gusto; cualquier cosa nos lo hace saber. –Dijo, mirando con sus ojos claros como la miel.
-Gracias es usted muy amable, señorita.
-Nada que agradecer, señor ¿Piensa quedarse por un tiempo? –Preguntó.
-No, sólo estoy de paso. Pretendo irme luego.
-Espero que se de un tiempo para disfrutar de este lugar. –Dijo con una voz dulce y provocadora. Su mirada se detuvo en mí rostro, acompañada de una tierna sensualidad.
Manteniendo una sonrisa, dio media vuelta y se retiró. Una vez que cerró la puerta tras de sí, pude notar la embriaguez que aquella mujer me había provocado: un pulso acelerado, leve sudor en las yemas de los dedos de mis manos. Luego, dentro de ese estado, pude reconocer un sentimiento parecido al que experimentara cuando encontré la pepita de oro en el arroyo. Con ambas imágenes en mí cabeza, me dispuse a desayunar y continuar el viaje lo antes posible.
Al bajar las escaleras hasta la planta baja, se podía apreciar un ambiente distinto al de la noche anterior; las mesas estaban vacías y el ambiente libre de esa espesa cortina de humo; no había ruidos de vasos, nadie pedía a voz en cuello más licor, las risas y el desorden habían dado paso a una precaria quietud. Me dispuse a cruzar el salón en dirección a la puerta de salida. Con los primeros pasos, sentí una mirada proveniente desde la barra: era el cantinero que había atendido mí pedido de ayer. Fijé la mirada en él sin detener mis pasos; siguió mí desplazamiento por todo el salón, como lo haría una bestia de caza preparada para atacar; desvié la mirada para ver en dirección a la puerta de salida, con la sensación de no poderla alcanzar jamás.
-¿Necesitará la habitación esta noche, señor? –Preguntó con tono hosco, rompiendo el silencio que lo envolvía todo.
-En este momento no lo sé. –Dije con seguridad.
–En ese caso, la mantendremos preparada ante la eventualidad.
-Gracias. –respondí, cruzando el umbral hacia el exterior.
Una vez fuera, comencé a recorrer la calle principal en dirección oriente, incrédulo de lo que experimentaba al ver la cumbre con su penacho de nieve y la extraña luminosidad. Cómo era posible estar dentro de la laguna; cómo puede ser realidad. La gente que se cruzaba en mí camino, lo hacía con una sonrisa en el rostro, completamente distinto a lo ocurrido… ¿Cuándo? ¿Ayer? ¿Ayer llegué hasta acá? Una confusión enorme invadía mí cabeza; por momentos creía tener recuerdos de este lugar de hace mucho tiempo; como si todo ahora me fuera familiar: la calle, la gente, la luminosidad, todo. ¿Cuándo llegue en realidad? Seguí mis pasos por la calle cubierta con perfectos adoquines, acompañado por una sensación de vértigo.
-Buenos días, señor. –Alguien saludaba.
-Buenos días. –contestaba; ocultando mí desconcierto, sin saber quien, o quienes eran.
-Esperamos verlo en el baile de esta noche, no falte. –Sonreía un rostro desconocido.
-Lo intentaré. –Respondía con la mayor naturalidad.
Seguí caminado por la calle, hasta donde terminaban las construcciones, dando paso a unos terrenos dedicados a la plantación de vid; más adelante, comenzaba un área despoblada con diferentes caminos que subían hacia unos cerros más bajos; avancé por ese paisaje, deteniéndome en un estero pequeño del cual podía beber y descansar en la sombra de un boldo cercano. A la distancia, se podía apreciar a cientos de personas entrando y saliendo de pequeñas cuevas construidas en las laderas de los cerros; a cuestas llevaban bolsas enormes, al parecer de cuero, cargadas con tierra y piedras producto de una incesante excavación. Era un paisaje delirante: como hormigas en perfecta formación, se cruzaba la marcha de los mudos trabajadores.
-¡Ahí estás, holgazán! – Interrumpió una mujer vieja con la sonrisa en una boca casi carente de dientes.
Tenía una memoria de ella que no supe ubicar; algo conocido y familiar. Esperé que se acercara lo más posible antes de hablar, escudriñando con la mirada toda la figura de la mujer que se aproximaba.
-Estoy bebiendo un poco de agua y descansando bajo esta sombra. –Contesté.
-Pues bien, o te mueves de una vez o no terminaremos hoy de sacar todo el material.
Dejándome guiar por aquella mujer, nos dirigimos a una entrada de una excavación en un costado de un cerro. Primero ingresó ella entre maldiciones y quejas por lo angosto de los primeros metros; luego, la entrada se amplió dando lugar a un socavón donde nos pudimos poner de pie.
-Ya sabes cuales son las condiciones. –Dijo con sonrisa burlona- La comida no te la descontaré: eres bueno cargando escombros; pero no creas que cada vez te iré a buscar a tu estúpido árbol. La paciencia tiene límites, muchacho.
El desconcierto impidió que intentara alguna respuesta. Una sensación de angustia y pena me tenía en completo silencio. La mujer creyó ver en esta actitud, una forma de arrepentimiento de mí parte, por haber abandonado un trabajo que supuestamente realizaba para ella, desde quién sabe qué tiempo.
-Toma, aquí tienes tu paga por adelantado. –Dijo, al tiempo que extendía hacia mí, una pequeña bolsa que sostenía en su mano.
-No lo gastes todo con ella. –Y continuando en tono aleccionador. -Sabes muy bien lo mucho que le gusta tu oro. Pero bueno, el amor tiene su precio ¿cierto?
Mientras tomaba con cuidado la bolsita que me ofrecía, recordaba el rostro de la camarera en la habitación. Abriéndola despacio, pude observar seis pepitas de oro que brillaban en su interior.
-Mañana pasaré a dejarte algo para que comas y a llevarme el oro que obtengas hoy. –Hablaba mientras dirigía sus pasos a la escalera que la llevaría a la superficie.
Quedé solo al interior del socavón, alumbrado por una débil luz proveniente de una lámpara de aceite. Cuánto tiempo llevaba allí. Esa era la pregunta que demolía mi fortaleza, haciéndome sentir que me alejaba cada vez más de toda realidad. Incrédulo, miraba mis manos maltratadas por el trabajo prolongado en la mina, no recordaba haberlas visto así.
Con el paso de las horas, llegaron desde el exterior, ruidos de los otros mineros que comenzaban a retirase en medio de las risas, gritos y más de algún disparo. De a poco se fueron apagando los ruidos del exterior, hasta quedar en el más completo silencio; con cierta curiosidad, asomé el cuerpo por la estrecha entrada al socavón, y contemplé largo momento la quietud y silencio que reinaba. La luminosidad había dado paso a una tenue claridad de tono verdoso; miré al cielo y sólo pude apreciar algo parecido a una suave seda que flotaba sobre el lugar.
De regreso en el socavón, volví con la intención de recostarme y dormir un poco, aprovechando la quietud que reinaba. La mirada se detuvo en el saquito que contenía las pepitas de oro; lo abrí separando sus lados, dejando expuesto a la precaria luminosidad que había, todo su brillo; devolví el oro a la bolsita, y dando un tirón de los cabos en sus extremos, la cerré. Me levanté de donde estaba, con la convicción que no debía pasar una noche más ahí ¿Una noche más? ¿Cuántas habían sido entonces? Dejé colgado a una viga la bolsita con el oro y me dispuse a marchar. Antes de salir, recorrí con la mirada el socavón que me disponía a abandonar; por una extraña razón me era más familiar de lo que pensaba ¿Qué estaba dejando ahí? ¿Era la memoria perdida de una mujer? No lo sabía en ese momento. Llegaba la hora de retomar la marcha y en eso me concentré.



Continuará...

lunes, noviembre 23, 2009

Laguna Negra (IV)

Una lámpara conteniendo algún tipo de combustible, entregaba una débil luz que permitía observar los detalles de la habitación. Con alivio me percaté que los ruidos del piso inferior no alcanzaban a traspasar los muros de mí cuarto. Era un espacio de unos diez y seis metros cuadrados, con una puerta interior que permitía el acceso al cuarto de baño; un papel mural de fina calidad, cubría las paredes desnudas de todo ornamento, permitiendo apreciar su suave diseño en relieve. Al centro de una de las paredes, existía una ventana de doble hoja que daba al exterior, cubierta por un delicado juego de cortinas; la primera era de gasa de un suave tono terracota, cubierta por una segunda cortina gruesa, la que se extendía hasta casi tocar el piso, entregando privacidad. La cama era de metal, adornada a ambos lados por un juego de mesitas de noche; la decoración terminaba con un mueble frente a la cama, y un cómodo sillón en una de las esquinas. Una tenue luz ingresaba por la ventana, al tiempo que la cortina se mecía lentamente por el ingreso de una brisa tibia; me incorporé de la orilla de la cama donde me había sentado, extenuado, y caminé hasta apoyar mi cuerpo en el borde de la ventana. Nada de lo que veía era reconocible: la calle parecía no serlo; las casas, ahora que las observaba con detención, tenían algo de artificioso en sus diseños. Un sentimiento de indefensión se apoderó de mí; una vulnerabilidad que me evocaba los estados de melancolía de infancia, los mismos que me hacían correr a los brazos protectores de mí madre -¿Qué ocurre allí en tus ojos, vida?- eran las palabras de amor de aquella mujer, exorcizando todos los miedos y angustias de mí tierno corazón.
El cansancio terminó por vencer mí cuerpo; no recuerdo el momento en que dejé la ventana, ni cuando me acosté; sólo reaccioné cuando estaba de lado, mirando la débil luminosidad que se colaba por las cortinas, para terminar estrellándose en el piso de la habitación. El sillón en la penumbra me lazaba miles de imágenes posibles. Los párpados pesaban cada vez más, hasta cuando no los pude volver a abrir; entonces, me dormí.
-Qué haces tú aquí, en mí recuerdo. –Le pregunté al hombre del manto.
Estábamos los dos sentados bajo un hermoso nogal; las sombras jugueteaban en el suelo; el viento acariciaba nuestras mejillas. Más arriba, en el cielo, nubes viajaban a lugares distantes mirando intrigadas aquel encuentro. Las ropas que vestía me eran desconocidas, sin embargo, me entregaban la sensación de agradable comodidad. Él, vestía un traje gris con su hermoso manto sobre su hombro, como la primera vez que lo encontré.
-Bueno, eso no podría contestarlo con propiedad; pero si estamos juntos en un lugar tan hermoso como este, debe ser por una intuida amistad.
-Quiero volver a mí lugar, no quiero estar allá.
Por algún motivo supuse que él sabía perfectamente lo que me ocurría, y no tenía que explicar algo siquiera. Escuchamos largo rato la brisa pasar entre las hojas, el aroma de la hierba, el silencio.
-No necesitas estar en otro lugar; sabemos como nos ocurren las cosas, y en ello debiéramos poner el mejor de nuestros esfuerzos. Lo otro, no depende de nosotros. Estamos para recorrer un camino, no para inventarnos atajos; a veces creemos que lo hacemos, pero nos engañamos.
-Cómo quisiera quedarme aquí, en esta tranquilidad. No despertar.
-Así no funciona, lo sabes bien. Tienes que estar donde debes; siempre existirán momentos como este para descansar el alma; quizá hasta mejores en un futuro, quién sabe. Por el momento, haz lo que debas hacer.
De manera lenta las sombras comenzaron a intensificarse, obscureciendo todo el paisaje; cesó el viento, el ruido de las hojas, la claridad.
-Despierta.
-No quiero. –Le respondí a la voz.
-Vamos, despierta.
Abrí los ojos y pude apreciar la cortina mecerse de manera tranquila; la luminosidad golpeaba el mismo lugar provocándome desazón.
Reincorporé de manera pesada mí cuerpo, para quedar sentado en la cama frente a la ventana; me cubrí el rostro con las manos, apoyando los codos en las rodillas; tomé una bocanada de aire y con ese impulso me puse de pié caminando hasta la ventana; asomé la mitad de mí cuerpo fuera de ella y quedé observando las cumbres más altas cubiertas de nieve: algo extraño tenía esa vista. Comencé a recorrer el paisaje con la mirada, encontrando en ellas formas que me eran conocidas; me di el tiempo de recorrerlas varias veces, reordenando las imágenes. No podía creer lo que estaba experimentando –Cómo es posible- exclamé en voz alta. Aquellas montañas se podían apreciar sólo desde el lado opuesto a ellas, y a una altura mayor de la que me encontraba en ese momento. El corazón latió con fuerza ante la única explicación posible: -¡Estoy dentro de la laguna!- dije con excitación. Hice un cálculo mental de mí ubicación mirando la cumbre hacia el oriente, y la altura estimada a la que me debía hallar para obtener esa vista; no había otra explicación: estaba justo en el lugar donde se encuentra la laguna Negra.
-Servicio de desayuno, señor. –Se escuchó del otro lado de la puerta.
Con el ánimo decidido a enfrentar el significado de este viaje, me dirigí a atender el llamado a la habitación.



Continuará...

viernes, noviembre 13, 2009

Laguna Negra (III)

La ventisca desapareció, dejando un manto de silencio sobre el paisaje, interrumpido sólo por el ruido de mis pasos. Una extraña claridad se instaló sobre el camino; no podía identificarla como las primeras luces del amanecer o las últimas de un crepúsculo, pero ahí estaba: dejándose caer sobre el valle. El camino se hizo más ancho y los primeros indicios de vegetación comenzaron a poblar mí entorno cercano. Existía todo tipo de plantas, muchas de ellas con características medicinales, las que había aprendido a clasificar según su nombre y especie, desde que era un muchacho. El sonido de un arroyo hizo detener la marcha para refrescarme en sus aguas; arrodillé el cuerpo junto al líquido maravilloso que corría, presuroso, producto del deshielo en las altas cumbres. Bebía con mis manos varias veces, mojando el rostro cansado por la jornada, cuando un destello entre los guijarros llamó mí atención: era una enorme pepita de oro; bella en toda su forma y pureza; su tamaño superaba a una almendra de buen calibre. La miré cautivado entre mis dedos; luego la sumergí, para apreciar su hermosura a través de las formas que proponía el agua. Pensé en guardarla en mis bolsillos, pero apareció en mi cabeza, un sentimiento de deseo que superaba al sentimiento de belleza original; luego recordé al hombre de la manta y nuestra conversación: opté por devolverla al fondo del cause. Bebí más agua fresca y retomé la marcha; los pasos me adentraban al valle rodeado por imponentes cumbres; dirigía miradas al cielo en búsqueda de nubes arreboladas que me dijeran la dirección del viento, o un indicio de la hora aproximada en ese momento, pero nada, sólo esa extraña claridad.
Luego de un momento, el camino terminó por empalmar con una calle amplia, la cual poseía construcciones a ambos lados de éste, mostrando una línea arquitectónica regular de vivos colores. Podía apreciar a lugareños que se dirigían a cualquier lado en completo silencio; los que caminaban acompañados, lo hacían dando la impresión de estar murmurando, más que conversando de manera abierta; las miradas que se dejaban caer en mí persona, demostraban una total indiferencia, como si éstas rebotaran y pasaran a algo más importante. Entré a un lugar parecido a una posada donde se ofrecía todo tipo de alimentos y bebida, incluso, la posibilidad de alojamiento. Acomodé el cuerpo en la barra y esperé tranquilo que fuera atendido, mientras, trataba de identificar el nivel de desarrollo de esa gente, a través de sus artefactos; quedé asombrado al percatarme que los grifos utilizados como surtidores de cerveza, habían sido elaborados en oro. Estaba en esas observaciones, cuando entró al local un hombre más bien viejo, hablándole a los que estábamos allí -¡Viene el gobernador!- Decidí seguir al grupo de personas que salieron de manera atropellada para ver el paso de la comitiva. En cosa de segundos, las veredas estaban atestadas de público, levantando las manos en señal de saludo hacia el paso de un landó cerrado. El estrépito de los cascos de las bestias sobre la calle, hizo vibrar el portal donde me instalé -¡Viva!, ¡Viva el gobernador!- se escuchaba de manera repetida entre la multitud; y en el momento que la mano de aquel hombre se dejaba ver, correspondiendo a los saludos, nuestras miradas se cruzaron por un breve instante. Un escalofrío recorrió todos mis huesos, algo parecido al pánico se apoderó de mí; en esa mirada, en esos ojos, pude adivinar que era yo el que viajaba en aquel carruaje; el ángulo visual quedo interrumpido por el rápido avance de la comitiva, perdiendo la oportunidad de repetir la experiencia. Con los sentidos turbados reingresé al local, para quedar sentado junto a la barra, en completo silencio.
-Qué le sirvo, amigo. –Preguntó un hombre que oficiaba de cantinero.
Qué podía responder; estaba tratando de entender lo ocurrido. En ese momento mí mente estaba en otro lugar; lugares que añoraba y que antes fueron tan simples y breves. Sentía temor de mirar al hombre a los ojos, no estaba seguro si la experiencia fue sólo mía. Quizá fue el cansancio acumulado por la caminata, y no debiera darle mayor importancia. Tomé confianza en esto último y decidí ordenar.
-Tráigame algo fuerte para beber. –Respondí levantando la mirada para observar al cantinero.
La mirada que recibí de vuelta no fue lo que esperaba. Un encuentro de produjo en mí cabeza. Algo parecido a la certeza de un diálogo entre el cantinero y yo; un diálogo sin palabras, pero evidente para ambos. Todo quedó confirmado con una leve sonrisa, apenas expresada en la comisura de su boca.
-Le traigo su pedido de inmediato, señor. –Sus ojos tenían un brillo de fría amabilidad.
Mientras bebía el trago, decidí que lo mejor era volver a casa, no tenía sentido todo aquello; cuál era la razón de estar allí, entre esa gente. Nunca supe que existiera un pueblo minero en esta zona, con todo un sistema administrativo; con autoridades que fueran responsables del mantenimiento de todo aquello. El ruido del local, el aire enrarecido por el humo de los cigarros, las risas; inclusive, las miradas que recibía, sólo exacerbaba más mí cabeza. Comencé a sudar, volvieron las nauseas, y cuando creí que en cualquier momento perdería el sentido, una amable mujer me abordó.
-¿Necesita usted, una pieza para esta noche?
-Sí, por favor; creo que necesito dormir un momento. –Le respondí casi desfalleciendo.
Pidió que me fuera entregada una llave; sonrío con amabilidad y desapareció.
-Habitación doscientos ocho, señor; al final del pasillo. –Dijo una voz.
Dejaron una llave labrada en oro junto a mí: no pude levantar la cabeza. Las risas continuaban; los sonidos de botellas y vasos en señal de brindis, el murmullo; tenía que levantarme y salir de allí. Con esfuerzo reincorporé el cuerpo y dirigí mis pasos a las escalas que me llevarían a la habitación. El pasillo superior estaba elaborado en madera, con hermosos faroles adosados a las paredes; la luz tenue que emitían, relajaba de a poco mis cansados ojos; camine a lo largo de éste, hasta enfrentar la puerta que tenía el número doscientos ocho; introduje la llave, hice girar el mecanismo de la cerradura, e ingresé a una habitación hermosa y bien decorada, casi elegante. Una vez dentro, y sin mirar a mis espaldas, cerré la puerta tras de mí.



Continuará...

sábado, noviembre 07, 2009

Laguna Negra (II)

Tenía un buen ánimo al iniciar la marcha esa noche. Se despedía un día soleado de agradable temperatura; brisas tibias bajaron por las quebradas, lamiendo las nieves que se hallan sujetas a las cumbres más altas; presurosas ellas, corrían en demanda de las tierras bajas en los valles. La vida en la quebrada se preparaba para el descanso, excepto, por aquellos que hacen de la obscuridad, su memento de ganancia; en ese grupo me encontraba ahora. Los pasos me dirigían por la senda apenas visible: a medida que avanzaba, esta también se prolongaba, como mostrándose de a poco. Después de algo más de una hora de caminata en ascensión, enfrenté una planicie donde me dispuse a descansar mis huesos. Estaba en ello, y cuando estaba a punto de retomar la marcha, apareció un hombre ataviado con un hermoso manto que colgaba de uno de sus hombros.
-¿Va en busca de la mina, amigo?
-Hacia allá me dirijo- Le contesté con seguridad e intriga ante la súbita aparición de aquel desconocido.
-Dicen que es un lugar muy hermoso. –Prosiguió el hombre.- Espero que le guste.
-La verdad, siempre la he sabido como una leyenda. Nunca supe de alguien que hubiese estado allí.
-Conocí a unos cuantos que lo intentaron. –Respondió mirando al fuego.
-¿Sí? Y qué le han contado sobre ese lugar.
-Hasta ahora no he sabido de nadie que haya logrado volver de allí.
-Quizá extraviaron la ruta y nunca pudieron dar con la mina. –Intenté explicar.
-Sí, es lo más probable: extraviaron su rumbo. –Respondió con cierta ironía.
Reacomodando su manta en su hombro, y sin dejar de mirar el baile sostenido de las llamas, respiró profundo y dijo:
-Al parecer la vida se encarga de ponernos al frente de nuestras propias palabras y convicciones. En esos momentos es cuando son remecidos por la experiencia; no existe la menor duda de lo que debemos hacer: lo sabemos; es más: lo intuimos.
-Usted estuvo allí. –Pregunté.
Un agradable silencio llenó todo el ambiente. Las llamas por momentos mostraban un rostro que me era conocido de algún lugar.
-Lo estaré. –Respondió.- Veo que usted está listo para partir.
-Me sorprendió justo en el momento que estoy retomando la marcha.
-Le deseo suerte en su empeño. –Dijo mirándome a los ojos.- ¿Se ha dado cuenta que la biología, la vida en general, tiende al bien?
-Así es; y eso la vuelve esperanzadora. –Le respondí.- Sí gusta, le puedo ofrecer este fuego y un poco de café que aún queda.
-Se lo agradezco mucho. –Contestó, acercándose al fuego.
Nos despedimos con amabilidad, deseándonos mutuos parabienes. Luego se sentó en mi lugar cerca del fuego, y mientras acomodaba su cuerpo dijo:
-Qué noche tan maravillosamente estrellada; sin embargo, no supera a la experiencia de estar bajo las hojas verdes de un añoso nogal.
Nos dimos una mirada de amistada, di media vuelta y retomé el camino que me aguardaba. Unos pasos más allá, caí en cuenta que una de las imágenes más íntimas que recordaba con verdadero recogimiento, era la de un viejo nogal en la casa de mis padres. Sorprendido por la coincidencia, volví el cuerpo en dirección al hombre que estaba a mis espaldas, verificando con sorpresa, que éste ya no estaba. Estuve un buen momento tratando de explicar la experiencia y sobre la conveniencia de seguir en mi empeño; algo impulsaba mí ánimo: decidí continuar.
El esfuerzo de la caminata comenzaba a notarse en mí cuerpo, con mayor frecuencia de tiempo detenía la marcha para descansar. Por primera vez pensé que quizá no fue buena idea realizar esta búsqueda; la extraña sensación de nausea que comenzaba a experimentar, el embotamiento de mí cabeza, lo extraño del encuentro con el hombre de la manta, hizo temblar la seguridad de toda la empresa. Inclusive, al levantar la mirada al cielo nocturno, pude apreciar con asombro, que los grupos de estrellas permanecían estáticos en el cielo, como si el tiempo universal se hubiese detenido sobre mí cabeza. La angustia se apoderó de mí, sentí la necesidad imperiosa de salir corriendo de allí; algo parecido al temor se evidenciaba en todo mí cuerpo, en la forma de un frío sudor. De pronto, desde las profundidades de mí mente, afloró la imagen de un hermoso nogal mecido por un viento tibio de verano. Las cosas lentamente comenzaron a calmarse, y fui capaz de infundir tranquilidad a mí golpeada cabeza. Retomé la marcha, refugiando a la razón, bajo la sombra de aquel hermoso nogal.
Una extraña ventisca se levanto luego, haciendo difícil la visión del camino, sin embargo, al parecer ya no era necesaria indicación alguna: el camino se angostaba cada vez más, aferrándose al costado de una pared rocosa cortada en vertical por quién sabe qué fuerzas tectónicas. Luego de un momento, a la salida de una curva, pude percibir una débil luz a la distancia que se mecía, azotada por el viento de aquella zona; con cada paso la luz cobraba intensidad, dejando ver algunas formas que se dibujaban entre las sombras. Se trataba de un viejo farol de hierro forjado, colgado de un pilar de madera que servia de soporte a un viejo portón. Detuve mis pasos frente al portón sin saber con seguridad qué debía hacer. En ese momento, salió un hombre de entre las sombras de una grieta en la pared rocosa, la cual era ocupaba como refugio y puesto de guardia.
-¿Qué busca, usted? –Me dijo con una mirada seria y penetrante.
-Buenas noches; busco la entrada a la mina. –Le respondí.
-Bueno, sepa usted que está justo en la entrada ¿Algo más? Hace un frío de los mil demonios aquí. –Contestó frotándose las manos sin quitarme la mirada.
-Y… Podría entrar a conocerla… -Volví a preguntar.
Un silencio se instaló entre los dos; por un momento, sólo se escuchaba el viento pasando entre las rocas. Luego, sin intermediar palabra alguna, se dirigió hasta el portón; extrajo de sus ropas una vieja llave, la introdujo en el mecanismo de cerrojo, y empujando con fuerza el portón hasta abrirlo en su totalidad, dijo:
-Adelante, pase usted a conocer las riquezas de esta mina.
Me acerqué hasta la entrada, ahora despejada y me dispuse a agradecer la autorización.
-Gracias, es usted muy amable.
-Espere un momento. –Dijo interrumpiendo mis pasos; dio media vuelta para luego volver con algo en las manos.
-Va a necesitar esto. –Extendió su brazo hacia mí, el cual sostenía en su mano una alforja de cuero.
-No, gracias; creo que no la necesitaré en esta oportunidad. –Le respondí con amabilidad.
La razón de mí negativa no la tenía del todo clara; podría decir que fue el primer impulso que apareció ante tal ofrecimiento. Una mirada de aprobación recibí por parte de él. Colgó la alforja en el portón, al tiempo que comenzaba a cerrarlo; una vez que estuvo del otro lado, levanté mí mano en señal de despedida, a lo cual respondió con igual gesto, para luego perderse en la obscuridad de la grieta por donde había salido a mí encuentro. Di media vuelta y retomé la marcha con el ánimo fortalecido; luego de un momento miré a mis espaldas, recibiendo de vuelta el brillo del farol aún mecido por el viento.



Continuará...

lunes, noviembre 02, 2009

Laguna Negra (I)

Aquella ruta cordillerana no se hallaba en los mapas camineros: la encontré por casualidad, como suele ocurrir con las cosas importantes. Tenía algo de espectral vista desde donde me hallaba; serpenteaba entre las formas de las laderas, inclusive, daba la apariencia de encumbrarse describiendo una línea casi recta, para luego perderse y volver a aparecer. Desde mí ubicación, en la cara norte de la quebrada, podía apreciar con esfuerzo buena parte de su trayecto, el cual se alejaba en dirección oriente.
De niño escuché leyendas sobre una ruta que llevaba hasta los pies de una mina de oro. Esta había pertenecido a una población originaria ya extinta, la cual desapareció en una misteriosa inundación: “Toda la población fue tragada por un monstruo negro de agua” dice la leyenda; y sí bien es cierto, con el paso del tiempo han llegado hasta nuestros oídos más de una versión, todas éstas coinciden con el mismo destino para aquellas personas. Quizá, eso sea lo mágico de la oralidad, y lo que en definitiva, le da permanencia en la memoria colectiva.
Luego de un momento, la ruta termino por desvanecerse ante mis ojos; miré con detención sin éxito alguno, busqué entre las formas y colores tratando de visualizar algo que se le pareciera, pero nada. Tal vez la posición del sol entregaba otro ángulo de luz y sombra, redibujando otras formas que llegaban como tropel hasta mí mirada. Estaba seguro que había recorrido esos parajes, sin encontrar rastro alguno de senda o camino. Queriendo seguir el juego propuesto por la casualidad, decidí prolongar por unos días más mí estadía en aquella zona.
Tuvo éxito la estrategia: al otro día, la senda volvió a aparecer ante mis ojos. Esta vez cuidé de tomar referencias que permitieran asegurar la posición y dirección de ésta, y la mejor forma de acceso; estaba en ello, haciendo las últimas anotaciones, cuando volvió a desaparecer; ubiqué las referencias geográficas sin problemas, intuyendo aquella ruta que escapaba a mí mirada entre las sombras; sentí un estremecimiento. Levanté el campamento y dispuse el resto del día para cruzar en dirección sur y estar al caer la tarde, al otro lado de la quebrada.
Al llegar, casi al anochecer, arme el campamento cercano a un litre hermoso y alto. Ingresé exhausto al interior de la carpa, con el propósito de comer algo y retomar mí lectura interrumpida por este azaroso evento. Mientras preparaba un emparedado frío, miré el libro que esta vez acompañaba mis horas: un volumen de Tolstoi, conteniendo una selección de algunas de sus obras. Una de las cosas que disfruto con este autor, es la carga de religiosidad y moral que les imprime a sus personajes.
Estaba recorriendo algunas páginas en la obscuridad, con una mínima luz dirigida sobre el texto, cuando llegó a mis oídos, el ladrido de un perro y la voz de un hombre que lo llamaba -¡Polo, ven acá!- Quedé inmóvil por algunos minutos mientras se alejaba; salí de la carpa, avancé unos treinta metros en dirección a lo que se supone, era el lugar por donde pasó aquel hombre, descubriendo con asombro lo que al parecer era una huella de algún camino antiguo; ahí estaba, casi imperceptible sobre las piedras, prolongándose por un par de metros, para luego desaparecer. Decidí volver al campamento y preparar el ánimo para el día siguiente. Fue imposible retomar la lectura esa noche, en su lugar, opté por descansar el cuerpo y tratar de dormir. Sueños vestidos de inquietud e incertidumbre acompañaron mi mente el resto de la noche.
A la mañana siguiente, y luego de un breve desayuno, recorrí el área en busca de algún indicio que reafirmara el paso de antiguas caravanas; sólo pude verificar la hermosura de aquella quebrada, adornadas por manchas de nieves y vegetación. Estaba claro que la ruta imponía sus condiciones para el que intentara recorrerla; durante toda esa mañana deliberé sobre las opciones que se presentaban. Estaba por desistir de la empresa, cuando una libre pasó rauda en dirección donde se supone estaba la mina; sonreí al recordar el cuento de Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas –Está bien, iremos tras el señor conejo- dije en voz alta. Con la decisión tomada, esperé tranquilamente que llegara la noche.



Continuará...