martes, enero 20, 2009

Almuerzo familiar

Acercó su enorme cuerpo a la mesa, hasta el lugar que fuera ocupado por él, casi desde el inicio del tiempo (al menos, del mío) Se podía apreciar el cansancio en su rostro sudoroso, con sus manos agrietadas de tanto arañar el sustento. La mujer le sirvió un plato de algún guiso improvisado con las sobras del día anterior. Da pena la pobreza. Con la mirada clavada en el rostro de aquella mujer, le hacía desear a ella, que pasara rápido el tiempo de almuerzo, que nada interrumpiera aquella precaria quietud (por mí, supongo) Entonces, una llama se encendía en los ojos de cada uno; las palabras comenzaban a pesar tanto como el plomo e hiriendo como trozos de vidrios. Y ante la inminente agresión, comenzaba a construir un diálogo secreto entre ellos que sólo yo escuchaba. Lo construía con la imagen de una sonrisa infantil despreocupada; la sensación de una brisa fría refrescando tu rostro; el sabor de un durazno maduro; el sonido de un beso breve sobre tu mejilla; la compañía de quien tú quieras bajo una arboleda; el sonido de las hojas arrastradas por el viento; el aroma de la tierra húmeda; el ladrido de un perro desconocido; el canto del arroyo entre las piedras; la seguridad para tu pisada; la piedad para entender el agravio; lágrimas de pura alegría; la compañía de un alma pacífica; la sonrisa de los que más quieres; el estremecimiento ante lo bello; la melodía que tú elijas; el sonido del trueno arrastrado por el viento; el aroma de tu comida favorita; la búsqueda de imágenes entre las nubes. Por nombrar algunas.

jueves, enero 01, 2009

La hacienda

La siguiente publicación, es un relato que lamentablemente se salió de control en su extensión (por decirlo de algún modo). Ofrezco mis disculpas, reconociendo el valor de vuestro tiempo.
Espero también, encuentren en él, algún valor que endulce vuestra lectura.


La hacienda
I
Como mudos testigos de la bonanza económica de aquel pueblo, quedaban grandes galpones donde se procesaba la lana de oveja que en otros tiempos alcanzaba para dar empleo, incluso, a trabajadores de pueblos y ciudades distantes. Pero esos fueron otros tiempos. Con el advenimiento de la industria textil y la utilización de telas sintética, muchas cosas estaban cambiando en el mundo rural, y claro, aquel pequeño pueblo no era la excepción. Como era de esperar la oficina de correo, así como la del alcalde, estaban desiertas. Sólo algunas casas aún estaban habitadas, pero distante una de otra, como si sintieran vergüenza de su lamentable abandono. La avenida central que cruzaba el pueblo era ancha, empalmando en cada uno de sus extremos con un camino rural en dirección norte-sur. La activad comercial próxima a la avenida era escasa, quedando reducida a un hotel y unos pocos almacenes donde se podía conseguir algunos víveres.
El tren cumpliría un itinerario del cual no pude ser completamente notificado al momento de adquirir el pasaje. Me armé de ánimo y acepté el contratiempo, que sí bien no afectaba mí partida del pueblo, agregaba incertidumbre sobre la hora de arribo del tren a la estación. La persona que extendió el pasaje me tranquilizó, al asegurar que avisaría por teléfono, para que el tren realizara la detención en el pueblo el día de mañana. Salí de la oficina de venta que estaba ubicada casi al extremo norte del pueblo y encaminé mis pasos hacia el hotel. En todo el trayecto no me crucé con más de cinco personas; lo atribuía al frío reinante y la promesa de lluvia para ese día, que se manifestaba en gotas aisladas proveniente de las nubes obscuras que pasaban sobre nuestras cabezas. El frío para mí era completamente tolerable, incluso disfrutaba su efecto. Mientras caminaba, chequeaba en mí cabeza el procedimiento realizado el día anterior, con la notificación de remate que se llevaría efecto sobre una de las últimas haciendas ovejeras; revisé mentalmente todo el procedimiento y los formularios involucrados en el proceso: Parecía todo en orden.

II
-Buenos días, señorita ¿El señor Brown se encontrará?- Pregunté de la manera más cordial posible, suponiendo la molestia que aquella visita les podría ocasionar.
–Adelante, mí padre lo está esperando en el despacho- Respondió de manera educada pero carente de familiaridad –Tenga cuidado con el desnivel en la vereda- Me advirtió.
Ingresé a una casa hermosa, llena de historia, con tonos pasteles en sus muros y delicados cortinajes que permitía ver la silueta de un paisaje maravilloso que se perdía a lo lejos entre cordilleras y quebradas. El amoblado era de finísimas terminaciones; mullidos sillones acompañados de mesitas de centro y esquineras. Todo esto entregaba al conjunto un aire de refinado buen gusto y equilibrio, carente de todo exceso.
-Mí padre lo recibirá enseguida, señor…- Me quedó mirando a la espera que le digiera mí nombre, el cual no recordaba o simplemente quiso jugar un papel de ingenua indiferencia.
–Vicuña, David Vicuña- Respondí con una mirada de cordialidad.
-¿Gusta beber algo, señor Vicuña?
-Un café disfrutaría mucho, con todo este frío de la mañana. Gracias.
-Haré que lo traigan de inmediato. Ahora, si usted me disculpa, tengo cosas que atender.
-Por favor, señorita, adelante.
Quede solo en el recibidor y con algún tiempo para observar desde mí puesto algunos detalles que llamaban mí atención. En una de las murallas y perfectamente enmarcadas, habían algunas fotografías que supongo eran de varios años atrás. En una de ellas estaba el señor Brown junto a un grupo de trabajadores en las bodegas de la hacienda. En otra se podía apreciar una domadura de caballos, con mucha gente participando. Otra de carácter familiar, donde se podía apreciar al señor y señora Brown y a sus tres hijos durante su infancia -Ahí está el rostro infantil de la hija del señor Brown- Me dije con sorpresa ante el descubrimiento ¿Qué edad tendría en aquella foto? ¿Trece? ¿Quince? No lo sabía, pero la hermosura de aquella niña, aún brillaba en los ojos de la ahora mujer. Mí concentración fue interrumpida de súbito por el ingreso al recibidor de una mujer trayendo el café, lo dejó sobre una mesita, no dijo palabra alguna y sólo me dirigió una sonrisa de amabilidad y se marchó –gracias, muy amable- contesté a la sonrisa y me dispuse a saborear el café.

III
Al llegar a la entrada del hotel, comenzaron a ser más intensas las gotas de lluvia prometidas por las nubes, que viajando de lejos y sólo aquí, cansadas de mantener su precario equilibrio y vencidas por el viento, se soltaban dejándose caer. Primero algunas pocas, para luego ser seguidas por otras hasta cubrir el paisaje como si de una suave tela se tratase. Quedé mirando entre las gotas, como se iba transformado el paisaje y sus colores por la densidad de la lluvia. Entendí o al menos intuí, una razón por la cual algunos pocos habitantes no querían y se rehusaban abandonar este pueblo. Extrañamente, ante la ausencia de toda alma en la avenida y como una suerte de comunión, sentí que todos mirábamos el mismo paisaje. Respiré profundo e ingrese a las dependencias del hotel donde esperaba mí almuerzo, el cual solicité, fuera servido en mi recamar y no en el comedor. Tenía la esperanza de seguir disfrutando de un paisaje que de a poco, se iba transformando en una pantalla donde mis alegrías podían ser proyectadas, sin el temor que estas no regresaran.
-Buenas tardes, señor Vicuña- saludó la mujer que estaba a cargo del ingreso y registro de los esporádicos pasajeros –Buenas tardes- respondí cordialmente.
-¿Han subido el almuerzo que solicité esta mañana?- consulté a la mujer. Esta, mirando un cuadernillo de notas responde: -No, esperábamos su llegada. Lo haré subir inmediatamente-
–Gracias, muy amable- Encaminando luego mis pasos hacia las escaleras que me llevarían hasta la habitación, dejándome acompañar por el sonido monótono de la lluvia a veces interrumpido por un trueno a la distancia.
-¿Desea que le suba una manta adicional para esta noche?-
–No, está bien así. Gracias-
Una vez que estuve en el cuarto, me dirigí a la ventana para observar el paisaje que en nada había cambiado, excepto, por la cantidad de agua que corría por la avenida. Por encima de los techo se alcanzaba a apreciar la marcha de las nubes, las cuales, como tropilla de ovejas, avanzaban presurosas al mando de los vientos helados que las empujaban en dirección Este. Cómo era posible que encontrara tranquilidad estando en ningún lado, sintiéndome ajeno del mundo de donde vengo y a la vez, en el que estoy; pero sin embargo, este paisaje no inquiría nada sobre mí: Con su silencio simplemente me acogía.
Un joven amable de escasos veinte años, entró trayendo una bandeja con el almuerzo solicitado, la que incluía una botella de buen vino.
-¿Le dejo la bandeja próxima a la ventana, señor?-
–Sí, por favor-
En el momento que el muchacho se retiraba, le entregué una buena propina que recibió con agrado –Gracias, señor- Retirándose feliz.

IV
-Buenos días, señor Vicuña. Le ofrezco mis disculpas por la demora- Saludó el señor Brown, al tiempo que cruzaba el dintel de la sala donde me encontraba.
–Buenos días, señor Brown, gusto de verle nuevamente- contesté con genuino aprecio.
El señor Brown, era un hombre de estatura más bien alta, calvo, delgado y cercano a los setenta años. Se alegraba de poseer una salud de roble, que según él, se lo debía al agua y el frío de la zona. Él había llegado a la edad de tres años junto a sus padres. Con el esfuerzo y trabajo de toda la familia habían logrado levantar una de las haciendas más productivas de la región, ayudando al desarrollo de la industria de un país que les abrió sus puertas hace muchos años. Se casó con una mujer cuya familia era natural de la región y contaban con varias hectáreas de suelo, lamentablemente había fallecido hace siete años, victima de una peste adquirida en uno de sus muchos viajes a Centroamérica. Con los años, sus dos hijos se habían radicado en Europa junto a sus esposas y sólo él y su hija habitaban la casa mayor de la hacienda.
-Perdí de vista una fotografía aérea de la hacienda la cual realizamos hace más de veinte años –Comenzó diciendo- Exaspera sentir extraviada alguna cosa justo en el momento de necesitarla. En ella, estimado David, se aprecia parte importante del terreno. La casa se distingue sólo por la forma de su techo y aunque no se aprecian personas desde la altura, sé que aquel día toda la familia estaba afuera saludándome hacia el avión. Ahora que estoy ordenando algunas cosas y eliminando otras, espero encontrarla para hacerle llegar una copia. Es esa también la razón de mí demora.
-Estaría muy agradecido de recibir una copia- Le contesté entusiasmado.
-Nada que agradecer, David, yo soy el que está en deuda con usted ¿Recuerda la oportunidad que le escribí comunicándole el existo en la adquisición de un fundo al sur del pueblo?
-Sí, claro. Lo recuerdo muy bien, inclusive aún guardo aquella carta. Me provocó alegría saber el éxito de la compra.
-Pues bien, aquella decisión también quedo fundamentada por una reflexión que le manifesté en su visita anterior -Y prosiguió mirándome fijamente- Antes de aquella charla persistía en mí aquella visión utilitaria de las cosas. Para explicarle mejor: Sólo experimentaba la relación entre la empresa y los hombres y todo lo que ello involucraba sin considerar el suelo, lo natural, el escenario. La noche que charlamos este tema y su insistencia de realizar una caminata nocturna, pude encontrar una respuesta a ello sin que por eso sea tomada como una excusa. Prácticamente nacer aquí no me permitió experimentar el placer del descubrimiento: El paisaje me descubrió, no yo a él. Luego todo el asunto del cierre de la industria, la muerte de mí esposa y la posibilidad de volver al suelo de mis antepasados… ¿Comprende?
-No podría ser de otra forma –Proseguí- Como bien lo manifestó en su carta: “Ahora es cuando me siento un poco paisaje” aquella frase suya nos daba la razón a ambos. A usted por el hecho de caer en cuenta del arraigo que mantiene con todo esto y por mí lado, la urgencia de descubrir cuales son mis nexos con el entorno.
-Y usted, amigo mío ¿cuáles son aquellos?- Me interrogó de manera afectiva.
El paso de un tren a la distancia y su sonido arrastrado por el viento, sólo hizo que profundizara aún más en la respuesta que intentaba hilvanar.
-La verdad aún no lo sé. Está claro que no es el la ciudad donde quisiera arraigarme. Me provoca molestia el abuso en la medición del tiempo. Pareciera que la única forma de ver el cambio de las estaciones, por ejemplo, es a través de las liquidaciones en los escaparates de las tiendas. Ironicé.
Los dos sonreímos de buena gana y con ello nos pusimos a trabajar con buen ánimo. La mañana trascurría tranquila y aún nos aguardaba varias horas de trabajo.

V
Escancié vino en la copa y los aromas pronto liberados de su encierro de vidrio, llegaron a mí como saludando su anhelada libertad. El vino en cuestión se trataba de un cepaje carménère de una cosecha del año anterior. En general, si hablamos de un carménère bien tratado, descubrimos un vino de sabor delicado, de color rubí intenso, con exquisitos toques de frutos secos y chocolate. Una buena opción para el menú que elegí, el cual estaba conformado por una carne blanca acompañada de papas suflé y guarnición de verduras.
La lluvia que por momento se volvía intensa, acompañaban mis cavilaciones sobre la pregunta formulada el día anterior por el señor Brown. Él quizá intuía lo que generaba en mí su pregunta; recuerdo la oportunidad cuando realizábamos el paseo nocturno y manifesté la posibilidad de dejar todo a cambio de algo que exigiera el mejor esfuerzo para poner en marcha otro estilo de vida también sustentable, y no sólo con la actitud impersonal que impone un trabajo, carente la mayoría de las veces, de toda conexión con otros individuos, si no es a través de la acción mecánica y repetitiva de un procedimiento. Era claro que el conflicto nacía en la naturaleza de mí alma adormecida por la inserción de ésta en un entorno saturado de “tecnologías”, el cual me generaba una permanente sensación de necesidad o carencia. El punto era si estaba dispuesto a dejar todas aquellas cosas que manifestaba como adversas para mí naturaleza, o más bien haría lo de siempre: Reconocer en ello un burdo sentimentalismo alimentado por una cierta inclinación a la literatura historiográfica, que me hacía viajar a otros tiempos y lugares en busca del sentido romántico del descubrimiento. O quizá esta vez haría lo que siempre soñé ¿O a caso no se puede vivir de los sueños? ¿Se puede? Esta pregunta hoy en día es un ‘cliché’ y su formulación cruza de manera transversal a la ideología, la religión, psicología, e imagino también al arte. En lo personal, siempre he sentido una especie de fascinación por este tipo de cuestionamiento, que da la impresión de volverse capital en la vida del ser humano.
Ya había transcurrido el almuerzo y me encontraba disfrutando de una segunda copa de vino frente al paisaje que me obsequiaba el ventanal, cuando sonó el intercomunicador de mí habitación: Era desde la recepción del hotel. Una mujer solicitaba mí presencia la cual venía de parte del señor Brown. Bajé de inmediato.
-Espero no importunarlo, señor Vicuña- Se trataba de la hija del señor Brown, que con una hermosa palidez en su rostro, parecía que toda la luz del área de recepción viajaba hasta su rostro.
-Descuide, señorita ¿Qué puedo hacer por usted?
- Mí padre, en el día de ayer, después que usted se retirara, prosiguió con el orden que realizaba en sus papeles y finalmente dio con una copia que le había prometido a usted de una fotografía- Y extendiendo un sobre, me hace entrega de la fotografía.
Mientras abría el sobre, prosiguió diciendo:
-Encarecidamente me solicitó que se la hiciera llegar, señor Vicuña
-No por favor, llámeme por mí nombre: David- Mientras mí mirada viajaba entre la fotografía y el rostro de la inesperada visita.
-Es realmente una fotografía hermosa, señorita Brown-
-Por favor, llámeme Madeleine- Me dijo con una sonrisa.
-Es el regalo más hermoso que he recibido y viniendo de su padre, Madeleine, lo hace invaluable. Me llevo un hermoso recuerdo de todo esto- Le dije con sincera emoción.
-Gracias a usted, David, por apoyar a mí padre en todo momento con su trabajo.
Nos quedamos mirando unos segundos, como recordando a través de nuestras pupilas todo el tiempo resumido en aquel lapso de brevedad.
-¿Volveremos a verlo en la hacienda, David?- Preguntó de manera espontánea. Luego un tanto nerviosa prosiguió -¿O está todo en orden ya?
-Tengo que entregar el resultado de la notificación y luego redactar algunas formas para el archivo. De ser necesario que vuelva, esto lo sabría dentro de la próxima semana- Le respondí aún sabiendo, con toda seguridad, que no sería necesario volver.
-Espero que todo salga bien y que no sea necesario para usted, volver hacer el viaje desde tan lejos
-Créame, Madeleine, es un gusto estar aquí. Si debo volver les avisaré por teléfono dentro de la próxima semana
Se quedó por un momento mirándome con sus ojos claros. No me había percatado de su hermosa cabellera y de su delicado cuello. Con su cabeza levemente inclinada y su voz limpia, dijo:
-Espero que tenga buen viaje y llegue sin contratiempo, David- Al tiempo que me extendía su delicada mano.
-Gracias, Madeleine. Salude a su padre de mí parte.
Giró sobre sus pies y se marchó. Me quedé hasta que traspasó la puerta de salida y un momento más, hasta escuchar el encendido del motor del vehículo que la trajo hasta el hotel.

VI
Una vez de regreso en mí habitación, dejé en la cama el sobre conteniendo la fotografía y dispuse el ánimo para disfrutar de una tarde de lectura, la cual llevaba pospuesta demasiado tiempo. En esta oportunidad traje conmigo a Virgilio; en más de una oportunidad lo quedé mirando antes de salir y siempre se le adelantaba otro, pero esta vez fue distinto: Antes de partir, fui directamente a él. Se trata de una edición que contiene una selección de églogas tituladas Bucólicas. Por diversas razones nunca las había leído, excepto, una en particular titulada “Palemón” la cual trata de una contienda entre dos pastores para establecer la superioridad en el canto. Palemón actúa de juez y escucha el canto de los contendores para luego decidir. El asunto que al final de aquella égloga, la cual termina empatada, Palemón pronuncia una frase dirigida a los dos pastores, les dice: “Muchachos, cerrad ya los canales; bastante han bebido los prados” Aquellas líneas me quedaron dando vueltas por mucho tiempo, hasta que en una oportunidad, las dejé asociadas al efecto que se siente cuando se ha prolongado demasiado un tema sin poder llegar a una conclusión definitiva. Creo que ésta vez había llegado la oportunidad de saldar mí deuda con aquel libro.
A la mañana siguiente desperté temprano y de buen ánimo, el retorno a la ciudad tenía algo de agradable. Una vez que dejé todo en orden en la habitación, bajé con mí equipaje para desayunar y disponerme a partir. La mañana se presentaba helada y sin lluvia; el sol se asomaba por entre las nubes regalando tibieza a una tierra acostumbrada al frío.
-Buenos días, señor Vicuña.
-Buenos días. Por favor, téngame todo listo mientras desayuno- Le solicité a la recepcionista.
-Descuide, tenemos todo listo. Su cuenta está esperando en el mesón de ingreso.
-Gracias-
Tomé el desayuno tranquilo, recordando que la oficina de ventas de pasaje avisaría para que el tren realizara una parada en esta estación.
Al abandonar el hotel y encaminar mis pasos hacia la estación, volvió a brotar libre y espontánea esa sensación de no querer dejar aquello. No quise profundizar en alguna razón, ni menos, racionalizar aquel estado, por lo que me dediqué a pensar en el viaje de vuelta y las cosas que me esperaban en la oficina. Pero algo había cambiado, ahora era distinto, por primera vez sentía que este viaje era una partida y no un retorno. Me provocó alegría sentirlo así.
Al llegar a la estación, caminé por el andén hasta ubicarme en la parte central de la estructura. Se podía apreciar el paso del tiempo y la cantidad de pasajeros para la que fue diseñada. Todo formaba parte de un pasado, un historia; que por lo visto, el pueblo recordaba con orgullo y lo mostraba a todo aquel que viniera por estos lados.
Luego de un tiempo, el cual se había prolongado demasiado, y al sentir que el cuerpo se entumecía, decidí caminar algunos pasos por el andén para animar la temperatura. En ese momento apareció la figura de un tren a la distancia. Me alegré con la visión y con el ruido que traía el viento. Se acercaba de prisa con aquel sonido característico de las ruedas de fierro sobre los rieles, entonces, un sentimiento de angustia me invadió: ¿Y si lo dejo pasar? No, que tontera, es hora de volver ¿A dónde…? La mirada de Madeleine volvió de golpe desde mí memoria acompañada del sonido agradable de su voz: “¿Volveremos a verlo en la hacienda, David?”
El tren se detuvo con su ruido pesado característico que tanto me agrada. Tomé el equipaje y me dispuse a abordar el tren. Nadie bajó de la larga fila de carros. Me di cuenta que la mayoría eran carros cerrados de carga, sólo unos pocos estaban dispuestos para acomodar un número determinado de pasajeros. Con esfuerzo alcé mí cuerpo a los primeros peldaños del vagón que correspondía a la numeración del pasaje y una vez en la entrada, me dispuse a buscar el asiento E33. No creo haber visto a más de nueve pasajeros en el carro, lo cual para mí resultaba agradable tener la oportunidad de viajar con poca gente. Fácilmente encontré la ubicación y me dispuse a enfrentar las horas de viaje que me aguardaban antes del próximo trasbordo. Estaba acomodando el cuerpo al asiento, cuando el tren comenzó a mover su pesada estructura por los rieles. Mientras el tren comenzaba a ganar velocidad y el paisaje adquiría esa movilidad aparente tan ensoñadora que provoca un largo viaje, acudió a mí una tranquilidad nunca antes experimentada, una paz como de aquella que solo entrega un buen libro o una buena pintura. No quise siquiera preguntar por su naturaleza, el temor de perder aquella sensación me hizo no querer pensar, sólo dejarme llevar por su presencia.
El tren había ganado su velocidad de servicio y mi imaginación estaba con el movimiento, los aromas, el ruido, la luz. Al mirar por la ventana, pude ver la otrora gran hacienda ganadera. Intenté fijar la mirada en la casona que ya se advertía a la salida de una curva extensa: Ahí estaba. Se podía apreciar a lo lejos su gran tamaño; con la imagen cortada por el paso de árboles y arbustos, pude divisar su fachada. Quedé mirando hacia la entrada y pensando en la llamada telefónica que haría a la hacienda a mí llegada.

Fin