sábado, diciembre 12, 2009

Laguna Negra (VII)

Los caballos, aún agitados por la marcha impuesta, movían sus cabezas como intentando liberarse de sus riendas. Caminé despacio al lado de uno de ellos, viendo como se dilataba su panza por el trabajo de respiración: no pude controlar el impulso de acariciar uno de sus cuartos delanteros, recibiendo sin incomodarse, mis muestras de admiración. Mientras daba los primeros pasos de una caminata que se prometía extensa, lanzaron aquellos solípedos animales un resoplo al unísono, casi como en señal de despedida; giré a mis espalda con alegría, viendo por última vez, aquel maravilloso carruaje.
A medida que avanzaba, sentía un bienestar generalizado en el cuerpo, parecido al que experimenté aquella noche en el campamento, antes de iniciar este viaje; el camino se comenzaba a angostar y elevar hasta meterse por un costado de la cordillera y allí, agarrado de las rocas, proponía la única ruta posible. Volvió el frío y la ventisca, lo que obligó a parapetarme en una grieta a la espera que amainara un poco su fuerza; quedé largo rato sentado con las piernas recogidas contra el pecho, esperando. Luego de un momento, subieron a la memoria, los recuerdos de la mucama que llevó el desayuno hasta mi cuarto; la sensación que despertaba ahora, que me suponía lejos de ella, era de separación o abandono; dolía su recuerdo. Cómo era posible que aquellos breves momentos en que compartimos algunas palabras, hubiese sido suficiente para alterar de esta manera el ánimo ¿Cuánto tiempo trascurrió, en realidad? Luego recordé a la mujer para la cual trabajaba: mí aspecto en ese momento, mis ropas, mis manos, daban cuenta de una prolongada estadía entre aquella gente; inclusive, en las palabras sobre cómo debía gastar el oro, había familiaridad. Pero todo se quedaba hasta ahí, no existían más recuerdos, sólo aquel rostro de la mucama y su sonrisa. Cansado por la espera que seguía prolongándose, cerré mis ojos y dormí.
-Quédate, no te marches. –Su mirada escondía una súplica la que sabía de antemano, no podría rechazar.
Esta vez sería distinto, sabía que sus palabras actuaban como un sedante en mí; no quise responder de inmediato.
-Se hace tarde y debo volver a la mina. –Dije, forzando mí voluntad que se negaba.
Sus hermosos ojos, ahora hecho dudas, se vaciaron en mí comprendiendo todo y no diciendo algo. Me abrazó, nos abrazamos y permanecimos así, en una despedida sostenida en el tiempo.
-¿Escuchas el trueno a la distancia? –Preguntó, mirándome a los ojos.
En ese momento, un trueno hizo remecer los cerros, despertándome de golpe con un nombre casi asomado a la memoria el que ya no pude recordar.
La ventisca había cesado, ocupando su lugar un viento fuerte que traía consigo el sonido de toda la montaña. Me mantuve sentado por un momento, estirando las piernas que se encontraban entumecidas por la posición; una vez que estuve incorporado, retomé la marcha con un poco de cansancio pero de buen ánimo. Los pasos que desandaban una ruta antes desconocida y misteriosa, se mantenían firmes hacia la entrada de la mina, la cual imaginaba aún custodiada por el hombre que me ofreciera la alforja a mí llegada. Cómo anhelaba ahora estar en mí carpa, leyendo aquella novela tantas veces postergada. ¿Habrán realizado tareas de búsqueda para hallarme? El recuerdo de la imagen del gobernador era perturbadora; lo sentía como si de manera inevitable me hubiese dividido en una especie de mitosis, y la existencia de esa otra persona pudiera atormentarme desde los sueños, dirigiendo a fin de cuentas, mí destino. Como una forma de validar que aún seguía siendo el mismo, recordaba el maravilloso amanecer que presencié a la salida de la ciudad aquel día: con nubes arreboladas por los primeros rayos, las que se mantenían aferradas a las cumbres altas y nevadas, como negándose a despertar.
Hasta ahora creo que las experiencias vitales que en definitiva modifican la forma de ver, pensar y entender de las personas, luego de ser vividas, quedan guardadas en un lugar especial y distante; un lugar al que sólo se puede acceder con humildad y silencio. Sin embargo, existe algunas veces la necesidad de exteriorizar lo vivido, ante la inestabilidad que aquella experiencia pudiera estar generando, viéndose obligada a recurrir a la ayuda médica, chamánica o religiosa; de no ser así, aquella psique corre el riesgo de volverse delicada como una tenue cáscara conteniendo una atribulada razón; encontrando un camino de sanación, a través de compartir aquello que de manera individual, le podría dañar.
A la distancia pude ver el farol que aguardaba por mí, sentí alegría y ganas de correr hasta allá; se veía más grande y brillante que la primera vez, manteniendo la oscilación por el viento que reinaba en esa zona. El tiempo en todo era más benigno que la primera vez, si bien es cierto hacía frío, la ventisca había cesado, permitiendo ver con mayor claridad el portón cortando la ruta. El corazón se aceleró cuando me encontraba a unos cincuenta metros, pensaba en miles de posibilidades; quizá el centinela no dejaría que me fuera; tal vez no había nadie para abrir; o peor aún: me encontraba preso en el tiempo y estaba condenado a vagar una y otra vez por la mina. Tomé aire y me obligué a tranquilizar mí fecunda imaginación. Como la primera vez, detuve mis pasos frente al portón sin saber lo que debía hacer; quedé mirando la grieta que se encontraba del otro lado, recordando que desde allí había salido el centinela en aquella oportunidad. Pero ahora fue distinto: un hombre del lado en el que me encontraba, salió a mí encuentro.
-Qué bueno es volver a verte. –Dijo, mientras se acercaba hacia mí.
Por un instante no lo reconocí, luego no tuve duda alguna: era el hombre que estuvo presente en más de una oportunidad en mí viaje, inclusive, en sueños
-Siento una gran alegría en este momento. -Le dije con sincera amistad.
-Yo también, amigo; es bueno verte por fin aquí. –Me decía, mientras buscaba entre sus ropas una vieja y oxidada llave de hierro.
-¿Cuánto tiempo ha pasado desde mí llegada? –Pregunté.
Introduciendo la llave en el sistema de cerrojo y con esto liberando el portón, me dijo:
-Eso no es lo importante, sabemos que la eternidad bien podría transcurrir en un segundo.
Sí, compartíamos más que este viaje con aquel amigo; desde nuestro silencio en aquella imagen del nogal, hasta un café compartido en medio de la noche. Intuimos que muchas cosas nos eran comunes a ambos.
-Gracias. –Le dije, mientras nos despedimos con un abrazo.
-No olvides que fuiste tú el que logró hacer el viaje hasta acá. –Respondió con una mirada que envolvía genuina gratitud.
Nos separamos y comencé a traspasar el portón que se encontraba abierto en su totalidad.
-Espera un momento. –Dijo, haciendo detener mí marcha.
Al tiempo que acercábamos nuestros pasos, retiró de su hombro el hermoso manto que vestía y me lo entregó.
-Vas a necesitar esto. –Dijo con amabilidad, mientras extendía su brazo hacia mí.
Tomé la manta e inmediatamente la puse sobre uno de mis hombros; la acomodé de manera natural como si siempre la hubiese vestido. Giré sobre mis pasos y retomé la marcha. Luego de un momento miré a mis espaldas, recibiendo de vuelta el brillo del farol mecido por el viento.


Fin.

viernes, diciembre 04, 2009

Laguna Negra (VI)

Una vez que llegué al camino principal, luego de abandonar la ladera del cerro, quedé mirando hacia el poniente en dirección a la posada; pensé en volver por un momento, lo que estaba a punto de abandonar, lo que haya sido, me generaba dolor dejarlo: respiré hondo y retomé la marcha.
La tenue luminosidad se dejaba caer sobre el paisaje, entregándole ese tono monocromático tan particular del lugar. Era parecido a caminar por las quebradas en noches de luna llena, pero sin tener a ésta en el cielo; también daba la impresión al fenómeno de una aurora boreal, es decir, a un ambiente ionizado por algún tipo de actividad electromagnética; las montañas más altas, apenas dibujadas por el brillo que llegaba a sus cumbres, mostraban aquel ángulo imposible que suponía estar mirándolas desde el interior de la laguna. –Las cosas no podrían empeorar- Decía en voz baja para escuchar mí voz; quería darme ánimo y suponer que era sólo un mal sueño, una especie de castigo ante una desmesurada curiosidad; recordaba el cuidado con el que realicé las anotaciones para ubicar la ruta de acceso, y la decisión de prolongar mí estadía en aquella zona. Pero todo aquello tenía un falso sentido de arrepentimiento; como el de alguien que se prepara para obtener benevolencia, exigiéndola de manera pasiva, por la vía de reconocer de forma anticipada, una culpa que en su fuero interno, no la siente como tal.
No, no fue así como ocurrió todo esto. –Pensaba.- Fui invitado a realizar este viaje imposible, el cual por un momento dudé en aceptar. Cada una de estas vivencias, eran solo opciones que quedaron atrapadas en antiguos caminos sin recorrer; y ahora, vestidas con las ropas de una leyenda, estaban dispuestas a no dejarme escapar.
El camino comenzó a ascender de manera suave y sinuosa, llevándome fuera del pueblo y del valle, con dirección oriente. El sonido de mis pasos era lo único que percibía en la quietud del camino, sumado al rumor de pequeños esteros que bajaban desde las cumbres, entregando ese particular sonido del agua, que hace adivinar su danza entre las piedras. Todo fue interrumpido por un gruñido que se proyectaba desde corta distancia, entre los matorrales; luego, como un relámpago saltó una bestia desde las sombras, quedando en medio del camino dispuesto a abalanzarse contra mí.
-¡Polo, ven acá! Exclamó un hombre que se acercaba por la orilla contraria de la ruta.
Un hielo recorrió toda mí espalda, al recordar la víspera de este viaje, cuando escuché el paso en la obscuridad de aquel hombre y su perro. La bestia, sin moverse siquiera, mantuvo su posición de amenaza, mostrando como clara advertencia, sus colmillos que resaltaban con aquella luminosidad. Estaba petrificado en la escena, esperando sólo que se acercara aquel desconocido para que controlara a su animal.
El crujido del suelo con sus pisadas aproximándose, el suave ondear de una capa que vestía confiriéndole cierto aire de distinción, me hizo intuir sólo una posibilidad: era el gobernador; aquel hombre que por breve instante viera pasar raudo en su carruaje, y que me dejara la extraña sensación de ser yo quien viajaba a bordo de aquel landó.
-¿Te marchas? -Preguntó con un tono que no dejaba duda de lo que estaba ocurriendo.
-Sí, es tiempo de marchar. –Respondí a pesar de lo enervante de la situación.
Nuestras miradas se encontraron y no se separaron de inmediato, más bien se quedaron entrelazadas en un diálogo que en ese momento, escapaba a ambos. Qué camino tuviera que elegir para vestir, por ejemplo, esa capa; por qué poseía yo en él, esa mirada de contenida maldad; por qué en su cara se reflejaba una sonrisa de obscena satisfacción.
-¿Abandonas todas estas tierras y riquezas que podrías disfrutar? –Preguntó con un tono de lamento.- ¿No sientes compasión por toda esta gente que te necesita?
-Fuiste tú el que me invitó a este viaje ¿recuerdas? dejaste a mí vista la ruta para no extraviarla; sobre ella aún viajo sin saber cuánto tiempo me ha tomado; a veces creo que demasiado; tengo recuerdos que me hablan desde lejos, como si intentaran tomarme de la mano y llevarme hasta ellos otra vez.
-Has llegado a ser gobernador de todo este lugar; quédate y descubre esta otra realidad.
-La decisión está tomada, gobernador: me marcho. –Dije con seguridad.
-Esta bien, márchate; es tu voluntad. –Respondió en tono hosco. –Permíteme llevarte a las afuera del pueblo, donde podrás seguir tu camino.
Levantó el brazo y se escuchó a mis espaldas, un coche que se ponía en rápido movimiento, saliendo a nuestro encuentro. Al llegar, pude apreciar la hermosura del carruaje; de finas terminaciones, poseía manillas de oro en las puertas y pisaderas de plata; era tirado por una pareja de hermosos caballos; el cochero, de pequeña estatura, vestía una impecable librea y sombrero. De un salto estuvo en el suelo, abriéndonos la puertecilla del carruaje; el perro fue el primero que ingresó ante la invitación de su amo tras un breve -¡Sube!- Luego me ofreció el paso, el cual rehusé con una cortés venia, la que recibió con beneplácito, subiendo él antes que yo. Luego de la ceremonia de abordaje, la cual finalizó con el suave portazo dado por el cochero, nos pusimos en movimiento.
Mientras el landó avanzaba por la ruta, el gobernador extrajo una fina botella de cristal que contenía algún tipo de licor; tomó del mismo lugar dos copas de fina manufactura, sosteniendo ambas con la otra mano; de manera hábil y controlando el movimiento que provocaba el desplazamiento del carruaje, escanció en ellas el licor.
Extendió su brazo con las copas hacia mí, con la evidente intención que eligiera una de ellas; tome una copa, mientras que con asombro veía que mis manos ya no estaban mal tratadas por el supuesto trabajo en la mina.
-Pasaremos por la calle principal del pueblo. –Dijo, mientras daba su primer sorbo.
Esto no tuvo sentido para mí, ya que viajábamos con dirección oriente y se suponía que el pueblo estaba a nuestras espaldas.
-¿No estamos viajando con dirección oriente? –Dije en tono de aparente despreocupación. –El pueblo está hacia el poniente.
Sus ojos brillaron con burla ante el desconcierto que esto generaba en mí; bebió otro sorbo sin quitarme la vista de encima. Pareciera que todo aquello le provocara placer y cuanto mayor era mí desconcierto, mayor su satisfacción.
-Ves cómo existen cosas que no entiendes y podrías llegar a dominar si te quedas. –Agregó con ironía luego de saborear su trago.
-Aunque no lo creas. –Agregó. -Vamos en dirección poniente, hacia la salida, según tu voluntad.
Luego de un momento de viaje, se empezaron a ver las primeras plantaciones; era cierto: viajábamos con dirección poniente. Las últimas casas daban paso a plantaciones de vid, eso lo recordaba bien cuando salí a recorrer el pueblo a mí llegada.
-Prepárate para saludar a tu pueblo. –Dijo con tono desafiante. Y agregó:
-¡Cochero, apura las bestias!– Respondiendo el aludido, con el típico chasquido del látigo sobre el lomo de los caballos. Un tirón de todo el landó fue la respuesta al cambio de velocidad que las bestias imprimieron al carruaje.
-Vamos, saluda. –Insistía.
Con un leve esfuerzo incorporé el cuerpo del mullido asiento hacia la ventanilla, desde donde pude apreciar a toda una multitud congregada al paso del carruaje. Levanté la mano en señal de saludo, al tiempo que llegaban hasta el interior los gritos de ¡Viva! ¡Viva el gobernador! De pronto, entre todo el público, pude distinguir a la altura del portal de la posada, la imagen de otro viajero que acababa de llegar, esto me hizo enterrar de un golpe el cuerpo en el asiento – ¡Otro forastero!- Exclamé.
-Si quieres podemos detenernos e ir a buscarlo. –Propuso en tono de amplia amabilidad.
Me pereció buena idea; no quería que otra persona quedara extraviada en este lugar. Pero luego recordé la imagen de aquel hombre que estuvo presente en mí sueño; recordé cada una de sus palabras. ”Estamos para recorrer un camino…” Todo comenzó a tener un poco más de sentido en mí golpeada cabeza; por primera vez desde hace mucho tiempo, tenía la seguridad en una respuesta.
-No, sigamos la marcha. –Contesté.
Una profunda mirada de odio y desprecio recibí por parte de aquel hombre, que por extraña razón, ya no me reconocía tanto en él. La rauda marcha continuaba devorando la distancia que me separaba de la tan anhelada salida. El silencio entre nosotros era total; un frío sentía en mis huesos, haciéndome beber con ganas el último sorbo de mí copa.
Luego de un momento, el cochero detuvo de manera abruta el landó. Nos quedamos mirando por un instante y luego agregó:
-Acá debes bajar, la salida ya la conoces. –dijo sin amabilidad.
Erguí mi cansado cuerpo; dejé la copa vacía en el piso del carruaje y justo al momento de reincorporarme, el gobernador había desaparecido. No provocó nada en mí, sentí una especie de alivio. Tomé la manilla interior de la puerta, y soltando con ello el mecanismo de trabado, me dispuse a descender. Comencé a dar los primeros pasos y justo a la altura del puesto de cochero, miré hacia arriba para ver su rostro, dándome cuenta que también este ya no estaba. Un solo pasajero descendió del hermoso carruaje en esa amplia soledad.


Continuará…

sábado, noviembre 28, 2009

Laguna Negra (V)

-Buenos días, dónde dejo la bandeja. –Preguntó una mujer joven de pelo castaño, ataviado con una pequeña cofia, puesta a la altura de la nuca.
De una belleza extraña, con brazos tersos como el marfil, una boca en todo perfecta; la forma de sus pechos resaltaban contenidos en una chaquetilla ajustada; una cintura pequeña daba luego paso en su caída, a las caderas torneadas que solo presagiaban la hermosura de sus piernas. Quedé mudo ante singular belleza.
-Espero esté a su gusto; cualquier cosa nos lo hace saber. –Dijo, mirando con sus ojos claros como la miel.
-Gracias es usted muy amable, señorita.
-Nada que agradecer, señor ¿Piensa quedarse por un tiempo? –Preguntó.
-No, sólo estoy de paso. Pretendo irme luego.
-Espero que se de un tiempo para disfrutar de este lugar. –Dijo con una voz dulce y provocadora. Su mirada se detuvo en mí rostro, acompañada de una tierna sensualidad.
Manteniendo una sonrisa, dio media vuelta y se retiró. Una vez que cerró la puerta tras de sí, pude notar la embriaguez que aquella mujer me había provocado: un pulso acelerado, leve sudor en las yemas de los dedos de mis manos. Luego, dentro de ese estado, pude reconocer un sentimiento parecido al que experimentara cuando encontré la pepita de oro en el arroyo. Con ambas imágenes en mí cabeza, me dispuse a desayunar y continuar el viaje lo antes posible.
Al bajar las escaleras hasta la planta baja, se podía apreciar un ambiente distinto al de la noche anterior; las mesas estaban vacías y el ambiente libre de esa espesa cortina de humo; no había ruidos de vasos, nadie pedía a voz en cuello más licor, las risas y el desorden habían dado paso a una precaria quietud. Me dispuse a cruzar el salón en dirección a la puerta de salida. Con los primeros pasos, sentí una mirada proveniente desde la barra: era el cantinero que había atendido mí pedido de ayer. Fijé la mirada en él sin detener mis pasos; siguió mí desplazamiento por todo el salón, como lo haría una bestia de caza preparada para atacar; desvié la mirada para ver en dirección a la puerta de salida, con la sensación de no poderla alcanzar jamás.
-¿Necesitará la habitación esta noche, señor? –Preguntó con tono hosco, rompiendo el silencio que lo envolvía todo.
-En este momento no lo sé. –Dije con seguridad.
–En ese caso, la mantendremos preparada ante la eventualidad.
-Gracias. –respondí, cruzando el umbral hacia el exterior.
Una vez fuera, comencé a recorrer la calle principal en dirección oriente, incrédulo de lo que experimentaba al ver la cumbre con su penacho de nieve y la extraña luminosidad. Cómo era posible estar dentro de la laguna; cómo puede ser realidad. La gente que se cruzaba en mí camino, lo hacía con una sonrisa en el rostro, completamente distinto a lo ocurrido… ¿Cuándo? ¿Ayer? ¿Ayer llegué hasta acá? Una confusión enorme invadía mí cabeza; por momentos creía tener recuerdos de este lugar de hace mucho tiempo; como si todo ahora me fuera familiar: la calle, la gente, la luminosidad, todo. ¿Cuándo llegue en realidad? Seguí mis pasos por la calle cubierta con perfectos adoquines, acompañado por una sensación de vértigo.
-Buenos días, señor. –Alguien saludaba.
-Buenos días. –contestaba; ocultando mí desconcierto, sin saber quien, o quienes eran.
-Esperamos verlo en el baile de esta noche, no falte. –Sonreía un rostro desconocido.
-Lo intentaré. –Respondía con la mayor naturalidad.
Seguí caminado por la calle, hasta donde terminaban las construcciones, dando paso a unos terrenos dedicados a la plantación de vid; más adelante, comenzaba un área despoblada con diferentes caminos que subían hacia unos cerros más bajos; avancé por ese paisaje, deteniéndome en un estero pequeño del cual podía beber y descansar en la sombra de un boldo cercano. A la distancia, se podía apreciar a cientos de personas entrando y saliendo de pequeñas cuevas construidas en las laderas de los cerros; a cuestas llevaban bolsas enormes, al parecer de cuero, cargadas con tierra y piedras producto de una incesante excavación. Era un paisaje delirante: como hormigas en perfecta formación, se cruzaba la marcha de los mudos trabajadores.
-¡Ahí estás, holgazán! – Interrumpió una mujer vieja con la sonrisa en una boca casi carente de dientes.
Tenía una memoria de ella que no supe ubicar; algo conocido y familiar. Esperé que se acercara lo más posible antes de hablar, escudriñando con la mirada toda la figura de la mujer que se aproximaba.
-Estoy bebiendo un poco de agua y descansando bajo esta sombra. –Contesté.
-Pues bien, o te mueves de una vez o no terminaremos hoy de sacar todo el material.
Dejándome guiar por aquella mujer, nos dirigimos a una entrada de una excavación en un costado de un cerro. Primero ingresó ella entre maldiciones y quejas por lo angosto de los primeros metros; luego, la entrada se amplió dando lugar a un socavón donde nos pudimos poner de pie.
-Ya sabes cuales son las condiciones. –Dijo con sonrisa burlona- La comida no te la descontaré: eres bueno cargando escombros; pero no creas que cada vez te iré a buscar a tu estúpido árbol. La paciencia tiene límites, muchacho.
El desconcierto impidió que intentara alguna respuesta. Una sensación de angustia y pena me tenía en completo silencio. La mujer creyó ver en esta actitud, una forma de arrepentimiento de mí parte, por haber abandonado un trabajo que supuestamente realizaba para ella, desde quién sabe qué tiempo.
-Toma, aquí tienes tu paga por adelantado. –Dijo, al tiempo que extendía hacia mí, una pequeña bolsa que sostenía en su mano.
-No lo gastes todo con ella. –Y continuando en tono aleccionador. -Sabes muy bien lo mucho que le gusta tu oro. Pero bueno, el amor tiene su precio ¿cierto?
Mientras tomaba con cuidado la bolsita que me ofrecía, recordaba el rostro de la camarera en la habitación. Abriéndola despacio, pude observar seis pepitas de oro que brillaban en su interior.
-Mañana pasaré a dejarte algo para que comas y a llevarme el oro que obtengas hoy. –Hablaba mientras dirigía sus pasos a la escalera que la llevaría a la superficie.
Quedé solo al interior del socavón, alumbrado por una débil luz proveniente de una lámpara de aceite. Cuánto tiempo llevaba allí. Esa era la pregunta que demolía mi fortaleza, haciéndome sentir que me alejaba cada vez más de toda realidad. Incrédulo, miraba mis manos maltratadas por el trabajo prolongado en la mina, no recordaba haberlas visto así.
Con el paso de las horas, llegaron desde el exterior, ruidos de los otros mineros que comenzaban a retirase en medio de las risas, gritos y más de algún disparo. De a poco se fueron apagando los ruidos del exterior, hasta quedar en el más completo silencio; con cierta curiosidad, asomé el cuerpo por la estrecha entrada al socavón, y contemplé largo momento la quietud y silencio que reinaba. La luminosidad había dado paso a una tenue claridad de tono verdoso; miré al cielo y sólo pude apreciar algo parecido a una suave seda que flotaba sobre el lugar.
De regreso en el socavón, volví con la intención de recostarme y dormir un poco, aprovechando la quietud que reinaba. La mirada se detuvo en el saquito que contenía las pepitas de oro; lo abrí separando sus lados, dejando expuesto a la precaria luminosidad que había, todo su brillo; devolví el oro a la bolsita, y dando un tirón de los cabos en sus extremos, la cerré. Me levanté de donde estaba, con la convicción que no debía pasar una noche más ahí ¿Una noche más? ¿Cuántas habían sido entonces? Dejé colgado a una viga la bolsita con el oro y me dispuse a marchar. Antes de salir, recorrí con la mirada el socavón que me disponía a abandonar; por una extraña razón me era más familiar de lo que pensaba ¿Qué estaba dejando ahí? ¿Era la memoria perdida de una mujer? No lo sabía en ese momento. Llegaba la hora de retomar la marcha y en eso me concentré.



Continuará...

lunes, noviembre 23, 2009

Laguna Negra (IV)

Una lámpara conteniendo algún tipo de combustible, entregaba una débil luz que permitía observar los detalles de la habitación. Con alivio me percaté que los ruidos del piso inferior no alcanzaban a traspasar los muros de mí cuarto. Era un espacio de unos diez y seis metros cuadrados, con una puerta interior que permitía el acceso al cuarto de baño; un papel mural de fina calidad, cubría las paredes desnudas de todo ornamento, permitiendo apreciar su suave diseño en relieve. Al centro de una de las paredes, existía una ventana de doble hoja que daba al exterior, cubierta por un delicado juego de cortinas; la primera era de gasa de un suave tono terracota, cubierta por una segunda cortina gruesa, la que se extendía hasta casi tocar el piso, entregando privacidad. La cama era de metal, adornada a ambos lados por un juego de mesitas de noche; la decoración terminaba con un mueble frente a la cama, y un cómodo sillón en una de las esquinas. Una tenue luz ingresaba por la ventana, al tiempo que la cortina se mecía lentamente por el ingreso de una brisa tibia; me incorporé de la orilla de la cama donde me había sentado, extenuado, y caminé hasta apoyar mi cuerpo en el borde de la ventana. Nada de lo que veía era reconocible: la calle parecía no serlo; las casas, ahora que las observaba con detención, tenían algo de artificioso en sus diseños. Un sentimiento de indefensión se apoderó de mí; una vulnerabilidad que me evocaba los estados de melancolía de infancia, los mismos que me hacían correr a los brazos protectores de mí madre -¿Qué ocurre allí en tus ojos, vida?- eran las palabras de amor de aquella mujer, exorcizando todos los miedos y angustias de mí tierno corazón.
El cansancio terminó por vencer mí cuerpo; no recuerdo el momento en que dejé la ventana, ni cuando me acosté; sólo reaccioné cuando estaba de lado, mirando la débil luminosidad que se colaba por las cortinas, para terminar estrellándose en el piso de la habitación. El sillón en la penumbra me lazaba miles de imágenes posibles. Los párpados pesaban cada vez más, hasta cuando no los pude volver a abrir; entonces, me dormí.
-Qué haces tú aquí, en mí recuerdo. –Le pregunté al hombre del manto.
Estábamos los dos sentados bajo un hermoso nogal; las sombras jugueteaban en el suelo; el viento acariciaba nuestras mejillas. Más arriba, en el cielo, nubes viajaban a lugares distantes mirando intrigadas aquel encuentro. Las ropas que vestía me eran desconocidas, sin embargo, me entregaban la sensación de agradable comodidad. Él, vestía un traje gris con su hermoso manto sobre su hombro, como la primera vez que lo encontré.
-Bueno, eso no podría contestarlo con propiedad; pero si estamos juntos en un lugar tan hermoso como este, debe ser por una intuida amistad.
-Quiero volver a mí lugar, no quiero estar allá.
Por algún motivo supuse que él sabía perfectamente lo que me ocurría, y no tenía que explicar algo siquiera. Escuchamos largo rato la brisa pasar entre las hojas, el aroma de la hierba, el silencio.
-No necesitas estar en otro lugar; sabemos como nos ocurren las cosas, y en ello debiéramos poner el mejor de nuestros esfuerzos. Lo otro, no depende de nosotros. Estamos para recorrer un camino, no para inventarnos atajos; a veces creemos que lo hacemos, pero nos engañamos.
-Cómo quisiera quedarme aquí, en esta tranquilidad. No despertar.
-Así no funciona, lo sabes bien. Tienes que estar donde debes; siempre existirán momentos como este para descansar el alma; quizá hasta mejores en un futuro, quién sabe. Por el momento, haz lo que debas hacer.
De manera lenta las sombras comenzaron a intensificarse, obscureciendo todo el paisaje; cesó el viento, el ruido de las hojas, la claridad.
-Despierta.
-No quiero. –Le respondí a la voz.
-Vamos, despierta.
Abrí los ojos y pude apreciar la cortina mecerse de manera tranquila; la luminosidad golpeaba el mismo lugar provocándome desazón.
Reincorporé de manera pesada mí cuerpo, para quedar sentado en la cama frente a la ventana; me cubrí el rostro con las manos, apoyando los codos en las rodillas; tomé una bocanada de aire y con ese impulso me puse de pié caminando hasta la ventana; asomé la mitad de mí cuerpo fuera de ella y quedé observando las cumbres más altas cubiertas de nieve: algo extraño tenía esa vista. Comencé a recorrer el paisaje con la mirada, encontrando en ellas formas que me eran conocidas; me di el tiempo de recorrerlas varias veces, reordenando las imágenes. No podía creer lo que estaba experimentando –Cómo es posible- exclamé en voz alta. Aquellas montañas se podían apreciar sólo desde el lado opuesto a ellas, y a una altura mayor de la que me encontraba en ese momento. El corazón latió con fuerza ante la única explicación posible: -¡Estoy dentro de la laguna!- dije con excitación. Hice un cálculo mental de mí ubicación mirando la cumbre hacia el oriente, y la altura estimada a la que me debía hallar para obtener esa vista; no había otra explicación: estaba justo en el lugar donde se encuentra la laguna Negra.
-Servicio de desayuno, señor. –Se escuchó del otro lado de la puerta.
Con el ánimo decidido a enfrentar el significado de este viaje, me dirigí a atender el llamado a la habitación.



Continuará...

viernes, noviembre 13, 2009

Laguna Negra (III)

La ventisca desapareció, dejando un manto de silencio sobre el paisaje, interrumpido sólo por el ruido de mis pasos. Una extraña claridad se instaló sobre el camino; no podía identificarla como las primeras luces del amanecer o las últimas de un crepúsculo, pero ahí estaba: dejándose caer sobre el valle. El camino se hizo más ancho y los primeros indicios de vegetación comenzaron a poblar mí entorno cercano. Existía todo tipo de plantas, muchas de ellas con características medicinales, las que había aprendido a clasificar según su nombre y especie, desde que era un muchacho. El sonido de un arroyo hizo detener la marcha para refrescarme en sus aguas; arrodillé el cuerpo junto al líquido maravilloso que corría, presuroso, producto del deshielo en las altas cumbres. Bebía con mis manos varias veces, mojando el rostro cansado por la jornada, cuando un destello entre los guijarros llamó mí atención: era una enorme pepita de oro; bella en toda su forma y pureza; su tamaño superaba a una almendra de buen calibre. La miré cautivado entre mis dedos; luego la sumergí, para apreciar su hermosura a través de las formas que proponía el agua. Pensé en guardarla en mis bolsillos, pero apareció en mi cabeza, un sentimiento de deseo que superaba al sentimiento de belleza original; luego recordé al hombre de la manta y nuestra conversación: opté por devolverla al fondo del cause. Bebí más agua fresca y retomé la marcha; los pasos me adentraban al valle rodeado por imponentes cumbres; dirigía miradas al cielo en búsqueda de nubes arreboladas que me dijeran la dirección del viento, o un indicio de la hora aproximada en ese momento, pero nada, sólo esa extraña claridad.
Luego de un momento, el camino terminó por empalmar con una calle amplia, la cual poseía construcciones a ambos lados de éste, mostrando una línea arquitectónica regular de vivos colores. Podía apreciar a lugareños que se dirigían a cualquier lado en completo silencio; los que caminaban acompañados, lo hacían dando la impresión de estar murmurando, más que conversando de manera abierta; las miradas que se dejaban caer en mí persona, demostraban una total indiferencia, como si éstas rebotaran y pasaran a algo más importante. Entré a un lugar parecido a una posada donde se ofrecía todo tipo de alimentos y bebida, incluso, la posibilidad de alojamiento. Acomodé el cuerpo en la barra y esperé tranquilo que fuera atendido, mientras, trataba de identificar el nivel de desarrollo de esa gente, a través de sus artefactos; quedé asombrado al percatarme que los grifos utilizados como surtidores de cerveza, habían sido elaborados en oro. Estaba en esas observaciones, cuando entró al local un hombre más bien viejo, hablándole a los que estábamos allí -¡Viene el gobernador!- Decidí seguir al grupo de personas que salieron de manera atropellada para ver el paso de la comitiva. En cosa de segundos, las veredas estaban atestadas de público, levantando las manos en señal de saludo hacia el paso de un landó cerrado. El estrépito de los cascos de las bestias sobre la calle, hizo vibrar el portal donde me instalé -¡Viva!, ¡Viva el gobernador!- se escuchaba de manera repetida entre la multitud; y en el momento que la mano de aquel hombre se dejaba ver, correspondiendo a los saludos, nuestras miradas se cruzaron por un breve instante. Un escalofrío recorrió todos mis huesos, algo parecido al pánico se apoderó de mí; en esa mirada, en esos ojos, pude adivinar que era yo el que viajaba en aquel carruaje; el ángulo visual quedo interrumpido por el rápido avance de la comitiva, perdiendo la oportunidad de repetir la experiencia. Con los sentidos turbados reingresé al local, para quedar sentado junto a la barra, en completo silencio.
-Qué le sirvo, amigo. –Preguntó un hombre que oficiaba de cantinero.
Qué podía responder; estaba tratando de entender lo ocurrido. En ese momento mí mente estaba en otro lugar; lugares que añoraba y que antes fueron tan simples y breves. Sentía temor de mirar al hombre a los ojos, no estaba seguro si la experiencia fue sólo mía. Quizá fue el cansancio acumulado por la caminata, y no debiera darle mayor importancia. Tomé confianza en esto último y decidí ordenar.
-Tráigame algo fuerte para beber. –Respondí levantando la mirada para observar al cantinero.
La mirada que recibí de vuelta no fue lo que esperaba. Un encuentro de produjo en mí cabeza. Algo parecido a la certeza de un diálogo entre el cantinero y yo; un diálogo sin palabras, pero evidente para ambos. Todo quedó confirmado con una leve sonrisa, apenas expresada en la comisura de su boca.
-Le traigo su pedido de inmediato, señor. –Sus ojos tenían un brillo de fría amabilidad.
Mientras bebía el trago, decidí que lo mejor era volver a casa, no tenía sentido todo aquello; cuál era la razón de estar allí, entre esa gente. Nunca supe que existiera un pueblo minero en esta zona, con todo un sistema administrativo; con autoridades que fueran responsables del mantenimiento de todo aquello. El ruido del local, el aire enrarecido por el humo de los cigarros, las risas; inclusive, las miradas que recibía, sólo exacerbaba más mí cabeza. Comencé a sudar, volvieron las nauseas, y cuando creí que en cualquier momento perdería el sentido, una amable mujer me abordó.
-¿Necesita usted, una pieza para esta noche?
-Sí, por favor; creo que necesito dormir un momento. –Le respondí casi desfalleciendo.
Pidió que me fuera entregada una llave; sonrío con amabilidad y desapareció.
-Habitación doscientos ocho, señor; al final del pasillo. –Dijo una voz.
Dejaron una llave labrada en oro junto a mí: no pude levantar la cabeza. Las risas continuaban; los sonidos de botellas y vasos en señal de brindis, el murmullo; tenía que levantarme y salir de allí. Con esfuerzo reincorporé el cuerpo y dirigí mis pasos a las escalas que me llevarían a la habitación. El pasillo superior estaba elaborado en madera, con hermosos faroles adosados a las paredes; la luz tenue que emitían, relajaba de a poco mis cansados ojos; camine a lo largo de éste, hasta enfrentar la puerta que tenía el número doscientos ocho; introduje la llave, hice girar el mecanismo de la cerradura, e ingresé a una habitación hermosa y bien decorada, casi elegante. Una vez dentro, y sin mirar a mis espaldas, cerré la puerta tras de mí.



Continuará...

sábado, noviembre 07, 2009

Laguna Negra (II)

Tenía un buen ánimo al iniciar la marcha esa noche. Se despedía un día soleado de agradable temperatura; brisas tibias bajaron por las quebradas, lamiendo las nieves que se hallan sujetas a las cumbres más altas; presurosas ellas, corrían en demanda de las tierras bajas en los valles. La vida en la quebrada se preparaba para el descanso, excepto, por aquellos que hacen de la obscuridad, su memento de ganancia; en ese grupo me encontraba ahora. Los pasos me dirigían por la senda apenas visible: a medida que avanzaba, esta también se prolongaba, como mostrándose de a poco. Después de algo más de una hora de caminata en ascensión, enfrenté una planicie donde me dispuse a descansar mis huesos. Estaba en ello, y cuando estaba a punto de retomar la marcha, apareció un hombre ataviado con un hermoso manto que colgaba de uno de sus hombros.
-¿Va en busca de la mina, amigo?
-Hacia allá me dirijo- Le contesté con seguridad e intriga ante la súbita aparición de aquel desconocido.
-Dicen que es un lugar muy hermoso. –Prosiguió el hombre.- Espero que le guste.
-La verdad, siempre la he sabido como una leyenda. Nunca supe de alguien que hubiese estado allí.
-Conocí a unos cuantos que lo intentaron. –Respondió mirando al fuego.
-¿Sí? Y qué le han contado sobre ese lugar.
-Hasta ahora no he sabido de nadie que haya logrado volver de allí.
-Quizá extraviaron la ruta y nunca pudieron dar con la mina. –Intenté explicar.
-Sí, es lo más probable: extraviaron su rumbo. –Respondió con cierta ironía.
Reacomodando su manta en su hombro, y sin dejar de mirar el baile sostenido de las llamas, respiró profundo y dijo:
-Al parecer la vida se encarga de ponernos al frente de nuestras propias palabras y convicciones. En esos momentos es cuando son remecidos por la experiencia; no existe la menor duda de lo que debemos hacer: lo sabemos; es más: lo intuimos.
-Usted estuvo allí. –Pregunté.
Un agradable silencio llenó todo el ambiente. Las llamas por momentos mostraban un rostro que me era conocido de algún lugar.
-Lo estaré. –Respondió.- Veo que usted está listo para partir.
-Me sorprendió justo en el momento que estoy retomando la marcha.
-Le deseo suerte en su empeño. –Dijo mirándome a los ojos.- ¿Se ha dado cuenta que la biología, la vida en general, tiende al bien?
-Así es; y eso la vuelve esperanzadora. –Le respondí.- Sí gusta, le puedo ofrecer este fuego y un poco de café que aún queda.
-Se lo agradezco mucho. –Contestó, acercándose al fuego.
Nos despedimos con amabilidad, deseándonos mutuos parabienes. Luego se sentó en mi lugar cerca del fuego, y mientras acomodaba su cuerpo dijo:
-Qué noche tan maravillosamente estrellada; sin embargo, no supera a la experiencia de estar bajo las hojas verdes de un añoso nogal.
Nos dimos una mirada de amistada, di media vuelta y retomé el camino que me aguardaba. Unos pasos más allá, caí en cuenta que una de las imágenes más íntimas que recordaba con verdadero recogimiento, era la de un viejo nogal en la casa de mis padres. Sorprendido por la coincidencia, volví el cuerpo en dirección al hombre que estaba a mis espaldas, verificando con sorpresa, que éste ya no estaba. Estuve un buen momento tratando de explicar la experiencia y sobre la conveniencia de seguir en mi empeño; algo impulsaba mí ánimo: decidí continuar.
El esfuerzo de la caminata comenzaba a notarse en mí cuerpo, con mayor frecuencia de tiempo detenía la marcha para descansar. Por primera vez pensé que quizá no fue buena idea realizar esta búsqueda; la extraña sensación de nausea que comenzaba a experimentar, el embotamiento de mí cabeza, lo extraño del encuentro con el hombre de la manta, hizo temblar la seguridad de toda la empresa. Inclusive, al levantar la mirada al cielo nocturno, pude apreciar con asombro, que los grupos de estrellas permanecían estáticos en el cielo, como si el tiempo universal se hubiese detenido sobre mí cabeza. La angustia se apoderó de mí, sentí la necesidad imperiosa de salir corriendo de allí; algo parecido al temor se evidenciaba en todo mí cuerpo, en la forma de un frío sudor. De pronto, desde las profundidades de mí mente, afloró la imagen de un hermoso nogal mecido por un viento tibio de verano. Las cosas lentamente comenzaron a calmarse, y fui capaz de infundir tranquilidad a mí golpeada cabeza. Retomé la marcha, refugiando a la razón, bajo la sombra de aquel hermoso nogal.
Una extraña ventisca se levanto luego, haciendo difícil la visión del camino, sin embargo, al parecer ya no era necesaria indicación alguna: el camino se angostaba cada vez más, aferrándose al costado de una pared rocosa cortada en vertical por quién sabe qué fuerzas tectónicas. Luego de un momento, a la salida de una curva, pude percibir una débil luz a la distancia que se mecía, azotada por el viento de aquella zona; con cada paso la luz cobraba intensidad, dejando ver algunas formas que se dibujaban entre las sombras. Se trataba de un viejo farol de hierro forjado, colgado de un pilar de madera que servia de soporte a un viejo portón. Detuve mis pasos frente al portón sin saber con seguridad qué debía hacer. En ese momento, salió un hombre de entre las sombras de una grieta en la pared rocosa, la cual era ocupaba como refugio y puesto de guardia.
-¿Qué busca, usted? –Me dijo con una mirada seria y penetrante.
-Buenas noches; busco la entrada a la mina. –Le respondí.
-Bueno, sepa usted que está justo en la entrada ¿Algo más? Hace un frío de los mil demonios aquí. –Contestó frotándose las manos sin quitarme la mirada.
-Y… Podría entrar a conocerla… -Volví a preguntar.
Un silencio se instaló entre los dos; por un momento, sólo se escuchaba el viento pasando entre las rocas. Luego, sin intermediar palabra alguna, se dirigió hasta el portón; extrajo de sus ropas una vieja llave, la introdujo en el mecanismo de cerrojo, y empujando con fuerza el portón hasta abrirlo en su totalidad, dijo:
-Adelante, pase usted a conocer las riquezas de esta mina.
Me acerqué hasta la entrada, ahora despejada y me dispuse a agradecer la autorización.
-Gracias, es usted muy amable.
-Espere un momento. –Dijo interrumpiendo mis pasos; dio media vuelta para luego volver con algo en las manos.
-Va a necesitar esto. –Extendió su brazo hacia mí, el cual sostenía en su mano una alforja de cuero.
-No, gracias; creo que no la necesitaré en esta oportunidad. –Le respondí con amabilidad.
La razón de mí negativa no la tenía del todo clara; podría decir que fue el primer impulso que apareció ante tal ofrecimiento. Una mirada de aprobación recibí por parte de él. Colgó la alforja en el portón, al tiempo que comenzaba a cerrarlo; una vez que estuvo del otro lado, levanté mí mano en señal de despedida, a lo cual respondió con igual gesto, para luego perderse en la obscuridad de la grieta por donde había salido a mí encuentro. Di media vuelta y retomé la marcha con el ánimo fortalecido; luego de un momento miré a mis espaldas, recibiendo de vuelta el brillo del farol aún mecido por el viento.



Continuará...

lunes, noviembre 02, 2009

Laguna Negra (I)

Aquella ruta cordillerana no se hallaba en los mapas camineros: la encontré por casualidad, como suele ocurrir con las cosas importantes. Tenía algo de espectral vista desde donde me hallaba; serpenteaba entre las formas de las laderas, inclusive, daba la apariencia de encumbrarse describiendo una línea casi recta, para luego perderse y volver a aparecer. Desde mí ubicación, en la cara norte de la quebrada, podía apreciar con esfuerzo buena parte de su trayecto, el cual se alejaba en dirección oriente.
De niño escuché leyendas sobre una ruta que llevaba hasta los pies de una mina de oro. Esta había pertenecido a una población originaria ya extinta, la cual desapareció en una misteriosa inundación: “Toda la población fue tragada por un monstruo negro de agua” dice la leyenda; y sí bien es cierto, con el paso del tiempo han llegado hasta nuestros oídos más de una versión, todas éstas coinciden con el mismo destino para aquellas personas. Quizá, eso sea lo mágico de la oralidad, y lo que en definitiva, le da permanencia en la memoria colectiva.
Luego de un momento, la ruta termino por desvanecerse ante mis ojos; miré con detención sin éxito alguno, busqué entre las formas y colores tratando de visualizar algo que se le pareciera, pero nada. Tal vez la posición del sol entregaba otro ángulo de luz y sombra, redibujando otras formas que llegaban como tropel hasta mí mirada. Estaba seguro que había recorrido esos parajes, sin encontrar rastro alguno de senda o camino. Queriendo seguir el juego propuesto por la casualidad, decidí prolongar por unos días más mí estadía en aquella zona.
Tuvo éxito la estrategia: al otro día, la senda volvió a aparecer ante mis ojos. Esta vez cuidé de tomar referencias que permitieran asegurar la posición y dirección de ésta, y la mejor forma de acceso; estaba en ello, haciendo las últimas anotaciones, cuando volvió a desaparecer; ubiqué las referencias geográficas sin problemas, intuyendo aquella ruta que escapaba a mí mirada entre las sombras; sentí un estremecimiento. Levanté el campamento y dispuse el resto del día para cruzar en dirección sur y estar al caer la tarde, al otro lado de la quebrada.
Al llegar, casi al anochecer, arme el campamento cercano a un litre hermoso y alto. Ingresé exhausto al interior de la carpa, con el propósito de comer algo y retomar mí lectura interrumpida por este azaroso evento. Mientras preparaba un emparedado frío, miré el libro que esta vez acompañaba mis horas: un volumen de Tolstoi, conteniendo una selección de algunas de sus obras. Una de las cosas que disfruto con este autor, es la carga de religiosidad y moral que les imprime a sus personajes.
Estaba recorriendo algunas páginas en la obscuridad, con una mínima luz dirigida sobre el texto, cuando llegó a mis oídos, el ladrido de un perro y la voz de un hombre que lo llamaba -¡Polo, ven acá!- Quedé inmóvil por algunos minutos mientras se alejaba; salí de la carpa, avancé unos treinta metros en dirección a lo que se supone, era el lugar por donde pasó aquel hombre, descubriendo con asombro lo que al parecer era una huella de algún camino antiguo; ahí estaba, casi imperceptible sobre las piedras, prolongándose por un par de metros, para luego desaparecer. Decidí volver al campamento y preparar el ánimo para el día siguiente. Fue imposible retomar la lectura esa noche, en su lugar, opté por descansar el cuerpo y tratar de dormir. Sueños vestidos de inquietud e incertidumbre acompañaron mi mente el resto de la noche.
A la mañana siguiente, y luego de un breve desayuno, recorrí el área en busca de algún indicio que reafirmara el paso de antiguas caravanas; sólo pude verificar la hermosura de aquella quebrada, adornadas por manchas de nieves y vegetación. Estaba claro que la ruta imponía sus condiciones para el que intentara recorrerla; durante toda esa mañana deliberé sobre las opciones que se presentaban. Estaba por desistir de la empresa, cuando una libre pasó rauda en dirección donde se supone estaba la mina; sonreí al recordar el cuento de Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas –Está bien, iremos tras el señor conejo- dije en voz alta. Con la decisión tomada, esperé tranquilamente que llegara la noche.



Continuará...

miércoles, octubre 14, 2009

Luna menguante

-La verdad, cuesta creerlo; ni en las mejores escenas futuristas ¿Tú qué crees?
-Se veía venir: con tanto ensayo buscando una alternativa energética…
-¿Te fijas que la fisura va en sentido ecuatorial?
-¿Y…?
-Nada, sólo llamó mí atención. Supuse que una fisura a esa escala en la luna, sería desde un polo en dirección al otro; algo así como de norte a sur, o de positivo a negativo.
- Ahora que lo mencionas, se ve extraña desde aquí esa fisura. Lo único hermoso de esta tragedia, es la cola de polvo que se prolonga en su desplazamiento.
-¿Terminará por desintegrarse debido al movimiento? No puedo siquiera imaginar las fuerzas de tensión que existen al interior.
-Dantesco. Siempre creí que la tierra terminaría devorada por la expansión solar, nunca por un error humano ¡bendita fisión nuclear!
-Así y todo, los científicos aseguran que aún existe bastante tiempo para desarrollar una estrategia de sobrevivencia, no sólo a favor de la existencia humana, sino también, de algunas especies de vida animal y vegetal
-Siento estremecimiento al ver las sombras proyectadas al interior de la grieta; espero que tengan razón los entendidos, y que la similitud entre los tiempos de rotación y traslación lunar, impida que se despedace en breve tiempo.
-En cualquier caso, espero morir en este planeta ¿Cuánto dura el periodo de rotación?
-Veintisiete días, siete horas y algunos minutos más.
-¿Y la traslación?
-Lo mismo…
-Parece increíble tener que evacuar el planeta.
-Sí; y esperemos que nos desarrollemos de manera favorable en Ganímedes.
-No, no es Ganímedes; es el otro satélite de Júpiter…
-Calisto
-¡Ese! Calisto… Me gusta ese nombre.

miércoles, octubre 07, 2009

Brevedad con nube

Usted me acompaña en la ascensión de un cordón cordillerano, hágase la idea; nos ha llevado toda la mañana llegar casi a la cima de dicho cordón; éste tiene una inclinación de cuarenta y cinco o cincuenta grados, aproximado; calculamos que nos encontramos a unos respetables dos mil novecientos metros de altitud; nuestros rostros están bañados en sudor por el cansancio y el esfuerzo: falta poco, ánimo. A unos doce metros de la cumbre, y mientras tomamos el último aliento, damos una mirada hacia el paisaje a nuestras espaldas; una suerte de delicioso vértigo recorre nuestros cuerpos, terminando en la punta del cabello; nos miramos y sonreímos satisfechos por el logro que nos espera unos pocos metros más arriba; durante esa mirada que compartimos con emoción, la sensación térmica baja de manera abrupta, refrescando nuestros agotados cuerpos; de súbito, y acompañado de un viento frío, emerge justo del otro lado de la cima, una masa nubosa que pasa rauda, en loca carrera hacia el interior del valle; es enorme, su panza negra por la espesura, nos regala una sombra que se extiende por apenas veinte segundos; quedamos maravillados al observar su, ahora, lomo blanco, mientras baja y se aleja.

domingo, agosto 30, 2009

Status ignotum

Preferiría mil veces morir, a que me falte tu presencia. Desangrar mí cuerpo entero y llenarlo con las lágrimas que has llorado. Pero claro, eres muy altiva para decir “te quiero” ¿Aman en realidad tus ojos…? No, por favor, disculpa mi humana duda; la fiebre del cariño enceguece mí juicio. Perdón. Tus pupilas, como lumbres en un mundo ignoto, vuelven seguro mis temblorosos pasos. No creas que por esto no te odio. Detesto limpiar el aroma que deja en mí, tu cuerpo. Con llanto lavo el sabor dejado por tus besos. Detesto depender del ruido de tus pisadas, que me dicen que no estoy sordo; del aire de tu aliento alimentando mis pulmones. Te amo. Cuando bajas la mirada, y tus ojos se me pierden, se contrista la medula viva de mis huesos ¿Crees que miento? Podría olvidar hablar, mas no pronunciar tu nombre; con las letras de éste, bien podría reescribir la humana historia. Detesto tu mano tibia en mí espalda no diciendo “te amo”; te estiras en el tálamo, nutriendo de vida mí tiempo.

jueves, agosto 13, 2009

Intermedio VI

Son varias las expresiones artísticas que de joven pudimos tener acceso; y, ya sea por que alguna de estas estaba incluida en un plan de educación, o por simple elección individual, nos acercamos a sus fundamentos a través de la curiosidad. En mí caso, probé con la escultura, la pintura, inclusive, el canto coral. Pero debo ser honesto con usted, distinguido lector: para mí decepción, aquellos intentos terminaron en fracasos.
En el caso del canto, llamó mí atención aquello de las voces, y lo hermoso que resultaba el sonido en su conjunto; me entretenía con los ensayos y posteriores presentaciones en el salón de actos, los que disfruté, hasta que la biología dijo otra cosa y cambió mí voz… Aún recuerdo las palabras de mí querida maestra de canto:”Estimado alumno, hasta acá ha llegado su participación en el coro del colegio”
Algo de celestial tiene la voz humana. Qué agradable es escuchar Carmen de Bizet y la aria El amor es un pájaro rebelde; o aquel lamento en Nabuco de Verdi con su Va pensiero; o quizá, la novena sinfonía de Beethoven, que en su parte final, eleva al infinito el poema de Schiller Oda a la alegría, por nombrar algunas. Intuyo que usted, tiene su favorita ¿cierto?
El video que les dejo, es una muestra de cómo la voz, se convierte en una herramienta al servicio de la belleza.


miércoles, julio 29, 2009

Helena e Igor

I
Por lo general, Helena preparaba de manera diaria y casi como un autómata, todo lo necesario para mantenerlo con vida; hace varios meses que había sido trasladado desde el hospital a su casa, a la espera que saliera de aquel coma profundo en el que se hallaba; los cuidados médicos se habían reducido a un par de visitas al año, y al suministro de fármacos cuando el paciente lo necesitaba. Le aterraba la idea que él podría estar sufriendo en ese estado. Lo conoció algunos años atrás, cuando ambos eran jóvenes y fuertes; entonces, aquella vitalidad les hacia pensar (como a todos en su momento) que alcanzarían todas, o casi todas, sus metas. Helena nunca se propuso, o imaginó siquiera, verse casada con Igor; de hecho, tenía novio al momento de conocerlo; pero entre ambos se instaló una amistad de esas que se refuerzan con el tiempo.
-Bien, a esta hora corresponde suministrarte esta medicina, Igor. –Le hablaba a aquel cuerpo postrado en la cama; quizá él la escuchaba, no obstante, los médicos insistían que de acuerdo con los últimos electroencefalogramas, la actividad cerebral no presentaba variación, y como en la mayoría de estos casos, sólo se estaba a la espera de la buena fortuna.
-Ya verás que con esta inyección te sentirás mejor y podrás disfrutar de la primavera que se aproxima.
-Insistes que él puede escucha ¿cierto?– le dijo la madre de Igor, mientras entraba en la habitación.
-A veces también lo creo –Continuó la madre.- Y cuando esto ocurre, tú mejor que nadie, sabes cuánto le pido a Dios que no esté sufriendo.
-La verdad, no sé si me escucha, Margot; pero sí creo que me siente –Respondió sin darle la cara- A veces paso mí mano sobre su brazo, sin tocarlo, y tengo la sensación que percibe que estoy con él.
-Si le hubiese hecho caso aquel día, y no hubiese insistido en que reparara el techo del granero, nada de esto estaríamos viviendo –Se lamentaba Margot, mientras se dirigía a las ventanas para correr las cortinas- Quizá estaría donde siempre soñó ¿recuerdas que lugar era, Helena?
-Es una pequeña ciudad ubicada en America del sur, si mal no recuerdo se llama Puerto Natales, en el sur de Chile –Contestaba Helena, mientras limpiaba la zona del brazo de Igor, donde tenía instalada una sonda para el suministro de medicamentos.- En su cajón, junto a la agenda de viaje, hay algunas fotografías que alcanzó a recopilar.
-Sí, ya recuerdo el nombre; mí hermano mayor viajaba a esos lugares, y cuando se encontraba con Igor en las navidades, siendo apenas un niño, le contaba historias y leyendas de esa zona. –recodaba la madre, mientras su mirada se estrellaba contra el paisaje, y de manera particular en un añoso ciprés, lugar predilecto de Igor durante su infancia.
-¿Aún deseas viajar hasta allá, Helena?
-No lo sé; alguna vez lo conversamos con Igor. –En ese preciso momento, y al contacto con el brazo de Igor, subió por su delicada mano, un cosquilleo que terminó en su hermoso cuello; la respiración se aceleró y un sudor frío cubrió su cuerpo. Guardó silencio ante la experiencia recién vivida y no lo comentó.
-Crees que sería una tontera de mí parte viajar, Margot. –Le dijo a la madre con tono nervioso, con la evidente intención de no darle mayor importancia al fenómeno.
-No veo por qué tendría que serlo, Helena. –Respondió la madre- Hasta te acompañaría en tu viaje, si no fuera por todas las obligaciones que demandan mí presencia a diario.
Por un momento ambas callaron, y en sus cabezas, cada una pensaba en aquel hipotético viaje. Margot pasó su hermosa mano por la frente de su hijo, acomodándole sus cabellos dorados. La ausencia de todo estímulo en él, como era de esperar por su estado, le obligó a retirar aquella blanca mano.
-Haré que preparen el desayuno. –Le digo a Helena, mientras levantaba su grácil figura.- Debes alimentarte bien, estás demasiado delgada. –Le insistió, casi en tono materno.
-Está bien, Margot, tomaré desayuno como me lo pides. –Le respondió con una sonrisa.- Sólo te pido que reemplacen el café por un té, gracias.
La madre salió de la habitación que era inundada por la luz de las primeras horas de la mañana, con aquella sensación que se le había instalado desde el día en que Igor volvió a casa. Era una mezcla de tranquilidad y de vació a la vez; algunas veces aquel vacío ganaba en presencia, lo que se traducía en largas horas de tristeza para el corazón de Margot. Entonces, un llanto liberador acudía a sus ojos, y como una niña indefensa, sólo encontraba el anhelado consuelo en el sueño.

II
-¿Y si te arrepientes una vez estando allá? No podría acompañar tu regreso; nos iríamos con el dinero justo para instalarnos. –Consultaba Igor, con esa mirada socarrona que Helena conocía tan bien.
-No sería la primera vez que viajaría sola. –Respondió de manera altiva a Igor.- Recuerda que realicé una travesía por casi toda Australia hace un par de años. Hasta el día de hoy recuerdo las palabras de mí padre al volver de ese viaje; me miró a los ojos, y luego de buscar quien sabe qué cosa en ellos, me dijo:”No creo que vuelvas a esas tierras” Tenía razón: No pude volver.
Igor recordaba el momento preciso en el que se despidieron en el aeropuerto. Tal vez siempre se amaron; tal vez él siempre la amó. Recordó el brillo en los ojos de ella aquel día; sus manos entrelazadas, como dos niños; el ruido de la terminal aérea, y la risa casi infantil de Helena. Recordó la sensación de vació que se le instaló en el estomago, reconociendo para sí, que era ansiedad de verla partir.
-Sí, y con ello quedó pendiente el boomerang que te pedí, me trajeras. –Dijo en tono de reproche.- Pero bueno, ya que dices que no volverás, tendré que pensar en ora cosa.
-¡Vamos, Igor! No sigas mortificándome con eso. –Le dijo con una mirada de niña mimada.- Te he dicho mil veces que lo tenía pero se extravió.
-Pareces una niña cuando esgrimes tus razones. –Aquella actitud de Helena, generaba en él, la mayor de las ternuras; y ella lo sabía.
-Lo estás diciendo sólo para molestarme, no caeré en tu juego, Igor. –Respondía con tono seguro.- Ahora bien, retomando el tema: te he dicho que me gustaría realizar un viaje como ese. Las fotos que me has mostrado son maravillosas, y en cuanto al clima, podría habituarme.
-En el diario de viaje que me obsequió el tío Anatol, describe muy bien las fluctuaciones térmicas de esa región –Helena lo miraba con atención.- Los inviernos son fríos y con mucha nieve; los veranos son más bien templado. Existe allí, una zona que concentra un gran número de ventisqueros, por lo que el paisaje se torna espectacular; también deja descrito algunos lugares que se prestan para la ganadería; inclusive, se pueden explotar rutas de navegación para el intercambio de mercaderías.
-Es una pena que haya muerto el tío Anatol –Se lamentó Helena- Recuerdo el sombrero que solía vestir. Era hermoso y con una pequeña pluma en un costado; su aspecto gastado por el tiempo, le daba su personalidad ¿Dónde quedó ese sombrero, Igor?
-Lo tengo en la maleta grande de viaje. –De manera ágil se dirigió hacia una pieza contigua, para volver con el sombrero puesto.- ¿Cómo me veo, Helena?
Ambos se veían hermosos en aquella escena. Así mismo, algo de ellos daba la apariencia de sana teatralidad; como si se tratara de una pintura impresionista.
-Te queda bien; permíteme intentarlo. –Tomó el sombrero ofrecido por Igor, y dirigiéndose a un espejo, se lo acomoda.- Creo que me queda mejor a mí.
Igor quedó mirándola y sonrió al ver que se veía hermosa con el sombrero de su querido tío Anatol. La contempló un buen momento y no pudo negar la realidad.
-Tienes toda la razón Helena, te queda mucho mejor.
En ese momento, entró Margot a la habitación y se unió a la risa que ya estaba instalada en los dos.
-Qué es lo divertido; de qué ríen. –interrogó Margot.
-Nada madre, Helena ha ganado un sombrero. – Contestó Igor.
-Quédense ustedes charlando, mientras yo ocupo el resto del día en reparar el techo del granero. –Pidió a ambas mujeres, mientras se aprontaba a abandonar la habitación.- Espero que nos acompañes al almuerzo, Helena.
-Claro que sí. –Se adelantó Margot, a responder por su amiga.- Tenemos algunas cosas que charlar ¿Te parece, Helena?
-Me encantaría. –Respondió.- Hace tiempo que nos debemos un almuerzo.
-Entonces, será mejor que me retire rápido. –Dijo entre risas, Igor.- Dos mujeres charlando, es peligroso.
Los tres rompieron en carcajadas mientras él se retiraba.

III
-¡Helena! En dónde están tus pensamientos, niña.
Volviendo en sí, Helena se incorpora de la cama donde yace Igor, y se dirige hacia Margot que traía el desayuno ofrecido hace un momento.
-Discúlpame Margot, estaba distraída. –Con ademanes nerviosos se dirige hacia la mesita junto a la venta, donde la esperaba Margot.
Helena sabía que tarde o temprano realizaría el viaje a aquellas tierras de las que tanto hablaba Igor. Esa posibilidad le causaba alegría en su corazón, y quizá, esa fue la razón principal para dar forma definitiva a al viaje. Comparaba la experiencia de aquel viaje a Australia, con éste; analizaba los impulsos y motivaciones en uno y otro. En aquel, se presentaba sólo como lo que fue: Una búsqueda de experiencia a partir de lo desconocido; en éste era distinto, lo intuía como un reencuentro, como si algo en aquellas latitudes, aguardaba por ella. Esto último tenía que ver, no sólo con la experiencia y motivación que le entregara Igor, era algo que nacía en ella, desde la profundidad de su alma. Hubiese sido absurdo negarse a aquel impulso, tampoco correspondía a su naturaleza. Sí, lo más probable que antes del fin de aquella primavera, estaría emprendiendo una nueva travesía. Buscaría el mejor momento para comunicárselo a Margot, y como en toda empresa a la que se lanzaba, pondría lo mejor de ella para lograr su objetivo. Intuía el apoyo incondicional de Margot para ejecutarlo; sólo le preocupaba el dejar a Igor, y en ese motivo radicaba su aprensión.
Mientras Margot servía el té con maravillosa precisión, sus pensamientos mortificaban su corazón con sombras y culpas, las que no hacían otra cosa, sino amargar su bella figura. Muchas veces pensó en dejarle morir en su lecho; no entregarle las medicinas diarias; decirle con gritos en su cara:” ¡Sí no quieres vivir, entonces muere de una vez!” Pero luego se veía llorando a los pies del lecho, implorando perdón por sus palabras; que no sabía lo que decía; que era cansancio de verlo sufrir. Margot siempre fue una mujer fuerte; hija única de un acaudalado terrateniente, supo de chiquilla los beneficios de la disciplina; su padre sentía profundo amor por ella, y secreta admiración, por su temprana templanza para tratar con la adversidad. Pero lo ocurrido a su hijo la sobrepasaba por momentos; existían días que era tal el estado de letargo en que se encontraba, que le era imposible abandonar su alcoba, entonces, la empleada de la casa, de manera diligente se hacía cargo de todo. Al día siguiente amanecía más despejada y con ánimos, al menos para tomar alimentos, lo que siempre alegraba a su empleada “Si usted no come, se me va a enfermar, señora” le decía acongojada acercándole un plato de caldo, cuando estaba en esos “días negros”. Las visitas de Helena le asentaban bien, le alegraba poder compartir con ella algunas horas; sobre todo, sabiendo la amistad que mantenía con su hijo.
Las dos se sentaron junto a la mesita que contenía el desayuno traído por Margot; la luz que ingresaba por entre las cortinas, iluminaba toda la habitación; Igor, en su lecho, yacía inmóvil como saboreando ese instante; la brisa que entraba empujando las cortinas, traía aromas de césped recién cortado y del añoso ciprés; los sonidos que delataban la actividad de la casa, llegaban atenuados hasta ese tranquilo lugar. La conversación, que comenzó girando en torno a frivolidades, no era otra cosa, sino aquello que se vuelve necesario, para poder dejar en evidencia, aquellas cosas de las que en realidad se quiere hablar. Así fue como charlaron de amigos, moda, vacaciones, y también viajes. Y en este último punto, Helena vio la oportunidad de hablarle a Margot del viaje que pretendía realizar.

IV
-Hace algunos días que tengo la intención de compartir contigo una idea. –No era habitual ver a Helena, con el ánimo turbado. La seguridad en sus palabras, sólo se veía en apuros al abordar temas que le causaban verdadera inquietud.
-Te escucho, Helena. –Respondió Margot, mientras bajaba la taza con toda tranquilidad, hasta posarla en el platillo, provocando el característico sonido de la porcelana.
-Creo que es hora de emprender un viaje, Margot.
Los ojos de Helena, se nublaron al pronunciar aquellas palabras; pareciera que una mezcla de emociones se apoderaba de su ahora, frágil cuerpo. De manera inconciente, buscaba la aprobación de Margot ante su propuesta.
-Me alegra escucharte hablar de un nuevo viaje, Helena. –Ella Intuía cuál era el posible destino de este.
La respuesta de Margot, liberó de un peso enorme a su amiga. Los ojos de ambas brillaban por la noticia y el resto de la conversación giró en torno a un sin fin de detalles que generaba la intención de Helena.
En un momento de la conversación, se abordó el principal motivo de dudas en Helena: era Igor el que la retenía; era su amigo que necesitaba de ella (al menos, así lo creía); era todo el tiempo de ambos reducido en un lecho.
-Creo que él estaría contento con la idea; es más, creo que te alentaría a realizarlo.
Helena caminaba por la habitación mientras escuchaba a su amiga; sabía que Margot tenía razón en sus palabras. Se aproximó al lecho de Igor, y sentándose a su lado, confirmó a su amiga la intención de viajar.
-Creo que será lo mejor: viajaré a Sudamérica.
Al momento de pronunciar esas palabras, sintió aquella corriente subir por su brazo hasta llegar a su cuello, pero esta vez no retiró la mano del cuerpo de Igor, sino más bien, se dejó acariciar por esta. Girando suavemente su cabeza en dirección a Margot, le preguntó:
-¿Lo sientes, ahora?
-Viaja, Helena; viajen de una vez. –El cuadro era evidente, por primera vez, en todo ese tiempo, Margot sentía a su hijo allí.
-Llevaré su maleta y el sombrero de Anatol. –Le comentaba con alegría renovada a Margot.
-No olvides el cuaderno de viaje de mí hermano, podrás encontrar muchos datos que sin duda te servirán. –Aportaba con ideas y entusiasmo su amiga.
Desde ese día y hasta el momento que partió Helena, una nueva esperanza se instaló en el hogar de Margot; una esperanza que no le permitió recaer en aquellos estados de dolor, en esos “días negros” como ella les decía. Con aquel amor renovado que manifestaba esperanza, fue vistiendo su corazón; inclusive, ahora hablaba con su hijo cuando estaba junto a él.
-¿Estás segura que no quieres que te acompañe hasta el aeropuerto?
-Descuida Margot, lo prefiero así; no quiero iniciar mi aventura con lágrimas. –Le respondía Helena, tomándole las manos.
-Está bien amiga.
-Te escribiré sólo una vez que esté instalada.
Helena soltó las manos de Margot, y dirigió sus pasos hasta la escala que la llevaría a la habitación de su amigo; su alma estaba tranquila y expectante ante la despedida; por un momento sintió la escala mucho más extensa de lo habitual. Recorrió el breve pasillo para quedar justo bajo el dintel de la puerta de la habitación; caminó con paso tranquilo hasta el borde del lecho de su amigo Igor.
-Hasta pronto, Igor; te estaré esperando. –Le dijo al oído de su amigo.
Inclinó su hermosa cabeza, hasta posar sus labios en los labios de Igor. No hubo lágrimas en esa despedida, sólo aquella energía fluyendo entre los dos.

V
Estimada Margot:
La ansiedad de saber que estarás leyendo esta carta, sólo será calmada con tu pronta respuesta.
Después de un tiempo de ajuste en el cuál me vi forzada a residir en un hotel, por fin puedo escribir estas líneas desde mi domicilio particular. Cuánta razón tenía tu hermano, Anatol, cuando se refería a estas tierras. He podido emprender un pequeño negocio de dulces y pasteles, el cual me ha permitido mantener, si bien es cierto de manera precaria, un ingreso constante. Ya vendrán esos días en los cuales éste incipiente negocio, crezca con el amor que lo alimento.
El paisaje social es variado, pero con un elemento común: la amabilidad. Siempre están dispuestos a ayudarte frente a alguna duda o para realizar algún trabajo que requieras. Entre las mujeres de la zona nos entendemos bien, y contra todos mis prejuicios, no han llegado a mis oídos, comentarios adversos por mí independencia. Esto ha hecho que valore de mejor manera a toda esta gente, que al igual que yo, luchan a diario para mejorar sus vidas.
Te he de contar, Margot, que fuimos con un grupo de amigos a celebrar la navidad en un bonito local parecido a una taberna. Es un local de larga tradición, donde se juntan amigos, turistas y comerciantes a disfrutar y compartir. Pues bien, resulta que el dueño del local y su esposa, conocieron al tío Anatol, sí, tu hermano. No sabes cuán grande fue mí sorpresa, al mostrarme fotografías de aquellas personas, junto al tío Anatol. La emoción fue evidente, y no pude contener algunas lágrimas al acercarme, con esas fotografías, a todo aquello que en esos momentos, estaba tan distante de mí. No sé si era efecto del tiempo que ha pasado desde mí despedida con Igor, y la emoción de encontrar un rastro de tu hermano en estas tierras, pero el parecido que encontré entre ambos es sorprendente. Fue una noche mágica para mí, Margot; no quería que el tiempo pasara; por algunas horas, sentí que Igor estaba junto a mí. ¿Esto es amor, amiga?
Otra cosa que cautiva al forastero, es su paisaje; nada se le compara en belleza y hostilidad a la vez. Sus vientos, así como limpian de nubes los cielos, luego traen nubarrones soltando el aguacero. No podrías caminar en un día de tormenta contra el viento: mejor encorvar la espalda y buscar rápido el refugio. Sus canales, cuando se pueden navegar, son de hermosos tonos turquesa; los hielos se aferran a las rocas para no ser devorados por las aguas, crujen como dientes de gigantes, mientras resbalan sus portentosas figuras; aún me asombra cómo crece aquella espesa selva austral en esos trozos de cordillera. Tendrás que venir, y ver con tus ojos tanta hermosura.
Lee esta carta junto a Igor, estimada Margot; comparte con él, toda esta doble alegría mía de poder enviarte estas líneas, y de estar cumpliendo algo que ambos nos propusimos. Quiero pensar que pronto terminara esta horrible pesadilla, y que como de un mal sueño, Igor despertará. Dile que tiene razón sobre el tipo de embarcación que se requiere para realizar viajes turísticos; que no olvide que me enseñará el nombre de algunas constelaciones de este lado del cielo; que ya he avanzado algo, pero que lo necesito; que le mostraré algunos textos que también he escrito. Quiero con estas palabras, amiga, darte todo el ánimo que necesitas: Has sido valiente, y de ti he aprendido mucho. Perdona que me torne sentimental, pero la proximidad del fin a esta carta, hace que se agolpen en mí, todos aquellos sentimientos que aún no tienen palabras.
Dejándote a ti e Igor, mis mejores pensamientos, se despide:
Helena.

VI
Al terminar de leerle la carta a su hijo, Margot comenzó a doblar con cuidado las hojas, y las dejó entre las páginas de su diario; en éste guardaba todo lo que tuviese un valor especial para ella; sus manos acomodaban con delicadeza una serie de papeles y fotografías que con el tiempo había reunido. Hace mucho que esperaba noticias de su amiga Helena; pensó en algún momento, buscar la manea de hacer contacto con ella, en consideración al tiempo que había trascurrido sin tener novedades. Para su alegría, aquella carta llegaba a su hogar en el momento indicado; como cuando un niño está a punto de romper en sollozos, y encuentra el consuelo materno. Así era la tranquilidad que estas simples líneas de su amiga, generaban en ella. Una de las últimas cosas que contenía el sobre, era una hermosa fotografía de Helena tomada a la entrada de su casa.
-Mira, Igor, incluye también una fotografía de ella. Fue realizada a la entrada de su casa, al parecer. –Le comentaba a su hijo.
-Se ve hermosa y feliz; pero mira, no creerás este detalle: está vistiendo tu sombrero. Tenías toda la razón al decir que le quedaba mejor a ella. Se puede apreciar un poco del paisaje, también. ¡Qué linda se ve!
Margot estaba feliz de poder compartir aquella buena noticia. Le comentaba cada detalle de aquella fotografía a su hijo. Luego volvía a la carta buscando algún párrafo; ahora buscando alguna fotografía que ella atesoraba. Todo lo comentaba con Igor; como si él pudiese escuchar ¿Podía? ¿Estaba Igor, escuchando a su madre? Quizá así era, dicen que los milagros existen. Tal vez Igor, en su cabeza, ya estaba junto a Helena, y las palabras de Margot, eran su mejor impulso.
-¿Recuerdas esta fotografía que te tomé junto al ciprés, Igor? No tenías más de seis años, y ya eras un mar de travesuras. Te veías hermoso vistiendo aquel traje, y con aquellas sandalias que tanto te gustaba calzar ¿Recuerdas?
-Aquí hay otra junto a tu telescopio, creo que tenías doce años. -Tomando la carta de Helena, y buscando el último párrafo, le dice a Igor:
-Aquí te recuerda que le debes enseñar algunos nombres de constelaciones que se pueden ver en aquellos cielos. Una vez me dijiste que…
En ese momento, la mano de Margot, siente mover el brazo de Igor. Como un rayo dirige su mirada hacia el brazo de su hijo, y de allí, hacia sus ojos: Igor, había regresado.

domingo, julio 12, 2009

Alameda, esquina San Ignacio

-Qué estará esperando que no sale de ahí. Hace como una hora que cambió la luz del semáforo y aún no se mueve...
-(claxon)
Una cosa era no interrumpir la clase del kindergarten, manteniendo una actitud de orden y disciplina; y otra muy distinta, entender qué era lo que se le intentaba decir a través de la clase. Algunos años antes, hacía inteligible el fenómeno de la obscuridad y su implicancia; entonces, la actividad quedaba circunscrita al interior de la casa, lugar que siempre resultaba peligroso por sus múltiples restricciones impuestas por los padres, especialmente por la madre. Asomado algunas veces a la ventana que daba al patio, creyó verse a sí mismo con sus juguetes entre el manto de obscuridad. Alentado por su precoz ingenio, creó en una oportunidad, un juego que le permitió generar su propia obscuridad nocturna: Tomó una caja de cartón (de calzado, para ser más exacto) y le realizó un pequeño agujero por donde podía ver a su interior; acto seguido, cubrió algunos juguetes con la caja y miró al interior por el orificio, constatando que dentro de la caja, ya era de noche; con la excepción de algunos rayitos de luz que se colaban por los bordes de la caja, en contacto con las irregularidades de la superficie del suelo.
Ahora sucede que debería conformar su propio grupo familiar, permitiéndole canalizar tanta cosa que sucede en su interior; somatizando en cuerpos ajenos, miedos y afectos que le son inherentes desde su nacimiento, o quizá desde su concepción. Entendiendo con los años, y ante su manifiesta vejez, que toda vida, es apenas un intento.
La fila comienza lentamente a moverse.

lunes, junio 15, 2009

Nieve en la ciudad

El frío de las calles subía por los pies; necesitaba servirme algo caliente con urgencia. Con el abrigo completamente cerrado, las manos en los bolsillos, puse atención en mi ubicación, dirigiéndome al café más cercano. Hace mucho tiempo que no se sentía un frío como el de esta noche; aún caían algunas gotas de lluvia que comenzaron a eso del medio día. Los pronósticos meteorológicos se han vuelto más certeros con la ayuda de la tecnología que vuela sobre nuestras cabezas, y el entregado el día anterior, no fue la excepción: Un gran frente de baja presión proveniente del suroeste, entraría a los valles, dejando caer su carga de agua al impactar contra una alta presión fría que estaba estacionada en el continente; la isoterma se estimaba en los mil quinientos metros, lo que aseguraría una buena cantidad de precipitación en forma de nieve en las altas cumbres. Nada de malo para los centros de esquí, que ya preparaban la temporada. Pero la verdad, a esa hora, cuando el nivel de mercurio seguía bajando de los nueve grados, pensé que la nieve estaría bajo los novecientos metros; de otro modo no se explicaría el frío reinante de esa noche. Miré al cielo antes de entrar al café que estaba repleto de gente, sólo como un acto reflejo, no pensé en ver algo.
-Un café grande, por favor.- Solicité a un joven que atendería mi pedido, mientras acomodaba mi cuerpo en la barra. No opté por una mesa por un simple prejuicio, pensaba que mi pedido se demoraría una enormidad de tiempo, y la verdad, sólo quería beber algo caliente y salir luego de allí. Abrí el abrigo para estar más cómodo, aprovechando la oportunidad de verificar en el bolsillo interno de mí chaqueta, si esta vez no había olvidado mis documentos junto al dinero: afortunadamente traía todo. Volver a la oficina por un olvido de ese tipo, con todo el frío que reinaba; apurándome entre la gente; moviéndome entre los coches; poner cara de simpático en la recepción del edificio; soportar las socarronerías de algunos que aún estarían trabajando, hubiese sido lamentable.
-Aquí tiene su pedido, señor- Con una precisión increíble, el joven dejó frente a mi, una taza llena de un aromático café, sin haber derramado ni una sola gota de éste sobre el platillo. Es agradable cuando ocurre algo parecido; me molesta sobre manera, que al traer un café, éste venga derramado. Pero mientras lo endulzaba, pensaba en lo absurdo de mi satisfacción al tener el platillo incólume; cómo puede ser que este tipo de detalle tan mínimo me genere bienestar. Con este cavilar, lentamente la satisfacción inicial, empezó a dar paso a un sentimiento más parecido a la vergüenza.
El ambiente dentro del café era animado; las conversaciones se mezclaban unas con otras, entregando un murmullo estable al oído, el que sólo era matizado por algunas risas y expresiones de asombro, que por lo general, están presente en una conversación animada entre amigos. Un tema musical flotaba en el ambiente, el cual imagino, pasaba inadvertido para el resto del público presente; puse atención tratando de aislar el sonido del local, y descubrir qué tema era; mientras, miraba el reflejo en una línea de espejo que estaba frente a la barra, lo que permitía ver a mis espaldas, la entrada y salida invariable de la gente. A cada sorbo de café, el cuerpo comenzaba a reaccionar: primero, el diferencial de temperatura de los dientes con respecto al liquido que envuelve a la boca; su exquisito sabor corroborado por su aroma; su noble amargor perceptible al final de la lengua, finalizando con un trago que reanimaba mí aterido cuerpo.
Podía adivinar que la temperatura continuaba bajando, y lo mismo ocurriría con la presión barométrica; de continuar con aquella tendencia, lo más probable es que tendríamos una noche de nieve sobre la ciudad. La posibilidad de disfrutar de ese tipo de precipitación, me hizo pensar en aquella partícula de polvo, necesaria en la formación de esa estructura de hielo, y en su hermosa geometría fractal, la que finalmente colapsa por su propio peso, cayendo en la forma de ‘copo de nieve’. Pregunté al joven que atendía mí pedido, sí estaba al tanto del pronóstico para las próximas horas, confirmándome que había probabilidades de chubascos de nieve para esa noche. Bien, sólo era cuestión que siguiera descendiendo la temperatura bajo los cuatro grados Celsius, y la presión barométrica menor a mil hectopascales, y tendríamos nieve sobre la ciudad.
Terminado el café, solicité la cuenta y me dispuse a abandonar el local. Justo a la salida, y con los últimos compases de la canción en el ambiente, recordé su título: Se trataba de un tema de los años setenta, -buen tema- dije en voz baja, mientras abandonaba el local. Abierta la puerta al exterior, me recibió todo el ruido de la calle acompañado de un aire frío, forzándome a contraer los hombros y guardar las manos en los bolsillos del abrigo. De manera automática, encaminé los pasos en dirección a mí departamento, distante algunas cuadras del centro de la ciudad. La idea de beber un trago disfrutando del paisaje urbano desde el balcón, prometía anular toda posible ansiedad que pudiera emerger, producto del estado de soledad en el que me encontraba; además, el tema musical escuchado en el local, me estimuló a descartar la lectura para esa noche y dedicarla a disfrutar de alguna selección musical.
Mientras caminaba, sentía entre mis manos las llaves del departamento; las movía entre mis dedos, las contaba; intentaba adivinar a qué cerradura correspondía cada una de ellas, de hecho lo sabía, sin embargo el juego numérico y su orden, me entretenía mientras avanzaba por las calles. Los rostros de cientos de personas pasaban ante mí, y no obstante, todos ellos carecían de ojos, boca, nariz; con temor verifiqué el mío en algún escaparate, devolviéndome este, sólo una silueta a esas horas. Un calor comenzó a fluir desde mis huesos hacia el exterior, sentía un ardor en el rostro, las manos se cubrieron en sudor: debía controlarme; era un simple acceso de ansiedad, producto de una semana de trabajo demoledora. Solté la llave que tenía entre los dedos casi al punto de quebrarla en ese momento, y me propuse respirar con más calma; como durante mí infancia al sentir temor durante una pesadilla: relajaba los músculos y controlaba el ritmo de la respiración. Me detuve con el pretexto de verificar una supuesta llamada en mí teléfono, miré la pantalla que se encendía al tocar la superficie de ésta, sólo para constatar que nadie había llamado. Justo en ese momento, un pequeño copo de nieve desciende sobre la iluminada pantalla; su tiempo de vida fue tan breve, que alcancé a ver como se fundía sobre el teléfono, antes de alzar la mirada y verificar los primeros copos de nieve que comenzaban a caer.
Escuchaba el rumor de la gente ante el inicio de la nevada, y la actitud colectiva de alzar la mirada en busca de los primeros copos. Retomé la marcha interrumpida, al tiempo que aumentaba en intensidad la precipitación de nieve. Quería estar lo antes posible en la seguridad de mí departamento; no quería ser parte de nada de lo que ocurriera en las calles en esa noche. Apuré el ritmo de mis pasos, volviendo a tomar entre mis dedos la llave de entrada al edificio. La gente sin rostro seguía su camino hacia cualquier lado, el silencio se volvió a instalar entre ellos, dándoles una apariencia de autómatas. Faltaban pocos metros para enfrentar la entrada al edificio, cuando apareció desde el interior, un rostro de mujer que pude reconocer. Aquel rostro tenia ojos, boca, nariz; una hermosa cabellera atada con una cinta que caía sobre su pecho. A diario nos veíamos, y hasta ese momento, sólo nos saludábamos con una amable mirada.
–Qué maravillosa noche tenemos- Me dijo sonriente a manera de saludo.
Sí, la verdad es una noche maravillosa -Le respondí un poco perturbado- La vista que se tendrá del parque hacia el río será como pocas.
¡Vamos a recorrerlo! –Dijo de manera espontánea- Escuchemos el suave rumor del río y el intento de la nieve por navegar.
Sin pensar en nada de lo que ocupaba mí mente, y llenando el espacio de todas las posibilidades, le dije mientras le ofrecía mí brazo -¡Vamos, escuchemos qué trae el río en su rumor!- Su sonrisa hizo estallar las paredes, y con ello, apareció la nieve en la ciudad.



En memoria de mí amiga, Viviana (Cuentos de Viviana) Adiós, amiga, adiós.

martes, mayo 19, 2009

La congoja de Ovidio

Me propongo llegar a la cita comenzando el verano boreal; no porque me disguste la idea del invierno, sino más bien, porque esta última, a mí parecer, es para disfrutar en casa, junto a mis libros y escritos. Tengo una pequeña ventana en el estudio que da al jardín, y en las tardes de invierno, con su brevedad de luz, disfruto del paisaje que se ofrece entre lluvias y noches de tormenta.
La travesía debía comenzar los primeros días de Abril, y con tal propósito, elevé anclas desde el puerto de Valparaíso, contemplando desde cubierta, un leve otoño que se dejaba asomar entre el paisaje y la gente. Tomé rumbo sur, con lo cual dejé en evidencia la intención de salir en demanda de los terribles mares australes del Cabo de Hornos. En aquella hostilidad aparente del paisaje, podría invocar a los tiempos, para que hicieran posible mí viaje hasta uno de los personajes más recordados de la poesía latina del primer siglo, me refiero a Publio Ovidio, hombre alegre y virtuoso que pasó sus últimos años en la soledad de la relegación.
Es curiosa la sensación que se experimenta al viajar por un océano como el Pacífico: con sus aguas hermosamente azules, acompañadas de una brisa salobre y fría, da la impresión que en las noches estrelladas, la embarcación remontará desde las aguas, en dirección a esas luces que acompañan el viaje. Hermoso. Al dejar atrás las costas de la isla de Chiloé, comencé a prepararme para enfrentar la parte difícil de este periplo. Luego de unos días, estuvimos en posición para enfrentar la entrada al Cabo de Hornos, y con ello, dar inicio a la travesía por el tiempo. Los cielos se cubrieron de espesos nubarrones, liberando con furia toda su carga de agua sobre nuestras cabezas; los vientos sacudieron la embarcación, sin enterarse se nuestra presencia, ni del esfuerzo titánico que se realizaba para no zozobrar; la noche con su obscuridad, parecía prolongarse a través de las horas del día, aumentando el desconcierto; grandes descargas electromagnéticas se dejaban caer sobre las aguas, alumbrando con sus destellos, formas monstruosas que adquirían las terribles aguas australes. No recuerdo por cuánto tiempo se prolongó la travesía, lo único que importó, fue el arribo milagroso al océano que nos recibió del otro lado de manera más benigna. Comenzamos a subir por el Atlántico, ahora con dirección Norte, a una distancia prudente de las costas, intentando verificar el paisaje que se lograba apreciar desde la embarcación. Al desplazarnos sobre los cuarenta grados de latitud Sur, tomé un catalejo, escudriñando el paisaje costero cada cierto tiempo. Al enfrentar la desembocadura del llamado Río de la Plata, pudimos constatar que ya no existía la gran Buenos Aires; en su lugar, sólo se apreciaba vegetación y fauna endémica, lo cual confirmaba el éxito de nuestro viaje.
Seguimos navegando entre sueños y neblinas, hasta enfrentar las columnas de Hércules; inmediatamente se puso rumbo Este, a travesando las aguas del mar Mediterráneo. Siempre a resguardo de la mirada de la población, intentaba apreciar con la ayuda de mí adminículo óptico, el desarrollo de la vida cerca de las costas, ora de la península hispánica hacia norte, ora de la costa de África hacia el sur; también las de la península Itálica con su mar tirreno; el Peloponeso y su mar jónico; para ingresar finalmente en el Egeo, salpicado de islas. Al entrar al estrecho Helesponto (Dardanelos), se hacia más cercano el encuentro, y con ello aumentaba mí ansiedad. No fue problema navegar por aquel estrecho hasta alcanzar el Propóntide (Mar de Mármara) Ahora sólo faltaba cruzar el Bósforo y estaríamos, con un mínimo de esfuerzo, navegando en el Ponto (Mar Negro) en dirección a Tomis (Constanza, Rumania) Me acerqué a la costa en un pequeño bote, dejando a la nave mayor, oculta en el obscuro piélago que se nos ofrecía como refugio.
Les dejo algunos fragmentos que recuerdo, junto a este insigne escritor de todos los tiempos.

-Ha debido ser el mejor de los hados, que acompañó tu arribo hasta estas costas, mí célebre Ferragus.
-Enhorabuena, Publio, amigo. Cuántas preguntas podrán saciarse con tus palabras.
-Ven, acércate a este fuego nocturno que recién comienza. También podremos beber y comer mientras charlamos. ¡Por Minerva, salud!
-¡Salud!
-Dime, dilecto amigo, si tu corazón no se contrista más aún, cuánto tiempo llevas en estas tierras.
-Estoy próximo a cumplir sesenta años, y los últimos ocho los he pasado en estas tierras hostiles, por un error absurdo.
-Luego preguntaré por la razón de tu relegación, Publio. Háblame de tu niñez ¿Gustas?
-Un joven brillante y afortunado era en aquellos tiempos. Mí ilustre familia del orden ecuestre, me trajo al mundo en Sulmona, a setecientos once años de la fundación de Roma (43 AC) Tuve un hermano mayor por un año, su muerte prematura modificó de manera definitiva el sentido de vida y muerte en mí. Veinte años tenía él, cuando partió de este mundo.
- ¿Por qué, o de dónde viene este amor por las letras, Publio?
-Siempre he sido de una sensibilidad evidente. Todo me enternece; cualquier cosa despierta en mí los más variados estados de ánimo. Sumado a esto, está la educación que he recibido; el dominio de las letras; el buen arte de la retórica, la elocuencia en general. ¿Quieres que te confiese algo, Ferragus?
-Sí, dime. No calles.
-Cuando joven, en la escuela junto a mis maestros, acometía con una declamación ficticia, esta me salía de manera inevitable como poesía en prosa.
- ¡Quién lo diría, la poesía te tuvo de temprana edad!
-Mis maestros sabían de esta inclinación. Y te puedo decir que tuve a los mejores, como lo fue Arelio Fusco o Porcio Latrón, condiscípulo de Séneca.
-Y tus escritos de aquellos tiempos…
-La mayoría de ellos fueron a dar al fuego. Había en aquella actitud, algo de insatisfacción e inseguridad con lo hecho hasta ese momento. El gran Mesala Corvino me impulsó a entregar mí obra al público. Inspiración parecida obtuve del gran Tibulo, al que lloré por su temprana partida en una elegía que titulé ‘amor’
-La muerte de Tibulo, ocurría a setecientos treinta y seis años de la fundación de Roma (18-19 AC) Un año antes, partía el gran Virgilio de este mundo.
-Así es, Ferragus. Ahora deben estar deleitando a los dioses con sus letras.
-Siempre rechazaste cualquier promoción al senado romano, tampoco quisiste deliberar como abogado ¿Por qué?
-Me gusta la vida suave y tranquila, es mí temperamento; no hubiese podido tomar la actitud del abogado que declama por uno u otro bando, sería corromperme a través de las palabras.
-la obra ‘Arte de Amar’ es Ovidio, ¿Qué piensas, estás de acuerdo?
-Es un buen trabajo, realizado con todo el fuego de la vitalidad; pero también existen otras bastante buenas. Por nombrar algunas, diría la ‘Heroidas’,’Amores’ incluso ‘Las metamorfosis’ donde intento una suerte de relato etiológico de la mitología. Hace poco terminé otra que llevará el titulo de ‘Pontica’ Veremos.
-Ya ha transcurrido gran parte de la noche, y no quiero dejar de preguntar por el motivo de tu relegación, Ovidio.
- Te he de decir, Ferragus, que me prometí no hablar de la razón especifica; lo único que te puedo confesar, es que mi desgracia se vio confirmada por el solo hecho de presenciar el delito; esto no me vuelve cómplice, sino más bien, un desgraciado testigo.
-Tuvo que ver en algo la obra ‘Arte de amar’
-Se podría decir que sí, pero la verdad fue sólo una medida de distracción para ocultar la razón verdadera. Si te das cuenta de los hechos, la obra supuestamente cuestionada sólo fue retirada de las bibliotecas públicas; otras obras de otros autores, fueron simplemente destruidas.
-Se te considera afortunado por lo leve de la pena impuesta por Augusto, pudiendo conservar todos tus bienes y titulo, y sobre todo, la ciudadanía. Tu tercera esposa, Iuvenis, perteneciente a la gens Fabia, puede administrar toda tu hacienda.
-Ella es un gran apoyo en esta miseria mía, Ferragus. Seguiré insistiendo con Tiberio, ahora que ha muerto Augusto, para que recapacite, al menos, el lugar de mí relegación.

(Mientras Ovidio decía esas palabras, no podía dejar de pensar en lo inútil de sus pretensiones; que todos sus esfuerzos resultarían vanos; que moriría definitivamente aquí, donde hace ocho años, los peores hados sellaron su aciago destino)

-Te deseo buen ánimo, Ovidio. El mundo sabrá valorar tu arte, y encontrará en tu poseía, una de las voces mayores de este tiempo. Así lo creo.
-Amigo Ferragus, has venido de tan lejos sólo a alegrar mí corazón. Te pido que guardes estas líneas, para que estas, una vez yo muerto, acompañen mi tumba en Roma.

(Tomé el papel que me extendía, y lo guardé en mis ropas)

-Está bien, querido Ovidio; la madrugada ya empuja las sombras de la noche, debo volver a la nave oculta entre las sombra. Mí tierra ya reclama el retorno.
-Adiós, Ferragus.

Una vez que abordé la nave mayor y nos dispusimos al ansiado retorno, sentí el frío viento besando mi rostro y la imagen de aquel hombre volvió a despedir mis sueños. No pude decirle que ni siquiera podría volver a su suelo, en Roma.
Mientras daba lo orden de elevar anclas, y la nave se ponía lentamente en movimiento, desplegué el papel que me entregara Ovidio; leí de su líneas: “Yo, que yazgo aquí, festivo cantor de los tiernos amores, soy, ya muerto, Ovidio, poeta por mi ingenio. A ti que pasas, si alguna vez amaste, no te sea pesado decir: Descansen en paz los huesos del poeta.”

miércoles, marzo 11, 2009

En el borde

“En esta época, lo grandioso y realmente trascendente para los ojos del ser humano, la mayoría de las veces, no logra ser develado a través de las palabras; estas últimas, como viejas herramientas, ceden paso al silencio…”
Leía una y otra vez las líneas, buscando, no una conclusión a aquellas palabras que le interrumpieran su sueño durante la noche anterior, sino más bien, una abertura por donde escapar. Se le podría imaginar con sus manos sosteniendo la cabeza; la pieza en el más completo orden; una luminosidad atenuada por gruesas cortinas. “…como viejas herramientas…” repetía en voz baja. Pensaba en todos lo textos hasta ese momento escritos; en aquellos que hicieron de la escritura y las palabras, una suerte de “hilo de Ariadna” para no olvidar el camino recorrido. Palabras también lanzadas como flechas a la humanidad de un hipotético futuro. Trascendencia.
Luego, intuyendo una leve fisura entre sus palabras, escapa; buscando el vértigo que le prodiga el silencio.

jueves, febrero 19, 2009

Intermedio V

Tengo siete libros pendientes… ¡siete! Esto no puede continuar así. He de poner coto y medida.
Quizá, a usted, le pasa algo parecido: Visita los blog de sus amigos y comienza un viaje que bien podría tomarle horas. Sobre todo cuando tiene una lista de blog que merecen ser visitados y leídos con detención (como los que visito a diario)
Lo invito a visitar la lista de mis amigos, y podrá darse cuenta, querido y avispado lector, que en cada uno de ellos, radica un alma creativa y vital. A ellos les debo, inclusive, el ánimo implícito que dan, cuando el mío decae.
Bien, tengo que empezar con la lectura. Les dejo unas líneas con mucho cariño. Nos vemos.


Lo que pasa,
es que mi memoria está en sujeción a estos paisajes.
Se encuentra mágicamente errante,

entre quebradas y ventisqueros.
La cobija la vastedad salobre del desierto;
se ríe junto a llamas y flamencos.

viernes, febrero 13, 2009

Río Yeso

Sentado a la orilla del río, quedó mirando el curso de las aguas por un largo momento. Nada parecía alterar su estado. La brisa aquel día era amable en su tibieza y velocidad; inclusive, el perfume de las quebradas era arrastrado hasta allí.
Indefectiblemente, la imagen de él siendo niño, apareció.

domingo, febrero 01, 2009

Conversando con Musil


-Lo que parece sorprendente, es la vigencia de su obra hasta estos días, señor Musil.
-La verdad, ni yo me lo explico.
-¿Por qué el titulo “El hombre sin atributos” para una de sus obras más conocidas?
-Como la mayoría de las cosas que emprende el ser humano, hay mucho de azaroso en el titulo. Sin embargo, debo reconocer que la gran potencialidad intelectual del personaje o como señalo en los primeros capítulos, la cantidad de atributos que éste posee, me sedujo para ponerlos de una manera paradójica. Se le podría criticar a Ulrich, de una falta de objetivo en su vida.
-Usted, nació en el último decenio del siglo diez y nueve, por lo que fue testigo de una de las etapas más importante en el desarrollo de la humanidad, la cual incluye las dos guerras mundiales ¿Cree, usted, que esta obra representa o muestra el desconcierto de la sociedad ante estos cambios?
-Cuando miro los encuentros bélicos ocurridos durante aquel periodo, lamentable para la humanidad, da la impresión que más bien se trató de una sola guerra, con una tregua inusualmente extensa. Pero contestando a su pregunta: Obviamente la brutalidad de una guerra como la vivida por aquella sociedad, marca o deja su impronta de muerte a todo empeño creativo, desde lo individual a lo colectivo. Mí obra no puede estar exenta de esta verdad, aunque realizara el mejor de mis empeños.
-El personaje central, Ulrich, parece reconocer un estilo de sociedad decadente la cual no logra actualizar su legado histórico a los grupos más jóvenes ¿Por qué el personaje no logra empaparse del extraordinario esfuerzo que se pretende dentro de la “acción paralela” por ejemplo?
-Si miramos con atención, Ulrich, resulta ser una persona tremendamente brillante, pero relativamente joven dentro de su círculo. Esto le facilita entender el lenguaje de los jóvenes “desencantados” de la sociedad europea. Su lucidez, le permite tener una actitud crítica hacia ambos mundos.
-¿Fue su intención, dejar de manifiesto la desconfianza que comenzaba a instalarse dentro de una sociedad anquilosada por las monarquías en Europa?
-La novela señala, por ejemplo, las desconfianzas que nacen en las relaciones entre el imperio austrohúngaro y el alemán; pero también se intentó indicar el impacto que comenzaba a tener el desarrollo tecnológico en la sociedad europea. Cualquier duda que naciera, se intentaba explicar a través de la ciencia o la tecnología. Esto a la larga, entregaba un sentimiento de deshumanización, al que muchos se oponían con violencia.
-Algunos lectores, en los que me incluyo, ven un guiño incestuoso entre, Ulrich, y su hermana, Agathe, durante el desarrollo de sus debates y conversaciones.
-A simple vista es cierto, pero si utilizamos una mirada universal, se trata más bien del intento de tregua necesaria al interior de una sociedad que es representada por aquellos hermanos en ese momento. Alcanzar un sentido de amor y piedad, es lo que los impulsa finalmente a intentar un diálogo creativo. Inclusive, mucho más efectivo que la denominada “Acción paralela” hasta ese momento.
-¿Y Moonsbrugger?
-Instala la catarsis en una sociedad enferma. Quedé en deuda con Moonsbrugger.
-Agradezco su tiempo, señor Musil.

Nota:
Entrevista realizada en un planetoide cercano a la estrella Eta Carinae, en la nebulosa de Carina. Por razones de espacio-tiempo, la fecha pierde sentido.