martes, septiembre 30, 2008

En el Metro

Perdí la cuenta del tiempo que he estado viajando en éste metro. Han pasado mil veces las mismas estaciones y no obstante, aún no me decido a bajar ¿Por qué será? No creo que se trate de alguna especie de fobia al exterior o a los espacios abiertos, porque de otro modo no se explicaría el hecho de encontrarme aquí, y no por ejemplo, en mí casa. Es infinito el flujo de pasajeros que amontonados, marchan y se desperdigan en cada estación, y en esas mismas estaciones, se juntan con otras gentes en una especie de posta humana infinita. ¿Hacia dónde van? Esta pregunta en algún momento impulsó el levantarme y ver hacia dónde se dirigían, pero la verdad, algo me retuvo en ese momento; una especie de miedo de alterar mi entorno, fue lo que me clavó al asiento y las excusas que encontraba para justificar esa actitud, apuntaban más bien a un velado desasosiego que a una respuesta razonable. Curioso.
No hace mucho, estuve por algunas semanas dentro de unos talleres de mantenimiento, por fallas recurrentes en el vagón que precisamente viajaba. Realizaron cambios de partes electromecánicas, también revisaron el sistema de freno de todo el carro en busca del origen de la falla, la que provocaba que esas partes duraran tan poco en funcionamiento. Para mí, que llevaba tanto tiempo en el carro, me resultaba fácil individualizar el problema: Era claro que se encontraba en un desgaste producido en el tope de la puerta, lo cual aumentaba la tensión del sistema de cableado, y con ello, el esperable cortocircuito que inutilizaba el sistema de puertas. Pero en fin, no era fácil tampoco que estos hombres escucharan a un simple pasajero, dando opiniones técnicas sobre un trabajo por el cual se supone, le pagaban a todo el equipo de mantenimiento. La presión la recibía el equipo completo por parte de la gerencia, al ver que un carro, de última generación, que llevaba menos de tres meses en funcionamiento, pasara más de veinticinco por ciento del total de las horas mensuales, en talleres de mantenimiento. Un chico, aparentemente aprendiz de mecánico, intuyó el desperfecto al ‘poner oído’ en la puerta al momento de realizar algunas pruebas. El equipo, un poco escéptico al principio, de malas ganas avanzó por las pistas que entregaba éste muchacho. Sorpresa para ellos cuando, al levantar las tapas que cubren todo el sistema de cableado, se encontraron con el origen del problema. Entre bromas y felicitaciones, saludaron la astucia del aprendiz de mecánico.
Después de ese evento, el tren sólo volvía al taller para realizar las mantenciones preventivas, y de manera diaria el aseo a sus carros. Claro que esto se llevaba a efecto en otro sector del patio de maquinas. El resto del tiempo era un eterno viaje, recorriendo las líneas y estaciones con dirección a ningún lado, como esperando secretamente divisar la estación en la cual debía bajar. Pero no, nunca la divisaba del todo; no sé si por el exceso de pasajeros o falta de iluminación, el asunto era que no lograba dar con ella. En algunos casos me desconcentraba con los rostros de la gente, o algún diálogo entre pasajeros que llamaba mi atención de manera particular, lo cual solamente supongo, porque en más de una ocasión recuerdo haberme hecho el firme propósito, de no desconcentrarme y vigilar el camino. Pero así y todo no daba con ella, lo cual obviamente me provocaba una sensación de frustración, y me antojaba levantarme del asiento y tirar del freno de emergencia. Una vez casi lo realizo: Tenía todo planeado, era cosa de levantarme, hacerme el espacio entre toda la multitud y tirar de la manilla. En algunos modelos de carro existe un botón el cual uno debe presionar, mi carro tenía el sistema de manilla, el cual personalmente considero más efectivo no sé porque razón. Lo que impidió concretar mi loca idea fue el temor a caer en un procedimiento administrativo con ribetes policiales insospechados, lo que en definitiva me retrasaría aún más en el propósito de encontrar la estación para volver a mi hogar.
La verdad fueron muchas las oportunidades que pude hacer algo, y no obstante, me quedaba impávido en mi puesto, con una mirada ausente que exteriorizaba en un aire de apatía a manera de defensa ante la gente; no quería dar la impresión de no saber que hacer en una situación tan límite como aquella. Optaba por darme tiempo para pensar una nueva estrategia que permitiera alcanzar mi objetivo. Así y todo, cada vez más, las estrategias que intentaba desarrollar incluía un factor que no quería observar. Por alguna extraña razón lo encontraba casi surrealista, algo digno de una pesadilla. Pero el resorte que salto en una oportunidad me hizo considerarla dentro de las posibilidades. Ese resorte fue el encuentro con mi hermano que no veía hace varios años, y con el cual estaba un tanto distanciado por peleas de sangre, que aunque bien se trate de una tontera, éstas alcanzan niveles casi imposibles de sortear. El encuentro se produjo una mañana a eso de las diez. Se sentó al frente de mí y me dirigió una mirada que creo no olvidaré tan fácilmente. Era una mirada vacía, sin una pizca de cariño o indicio de afecto. Ya me hubiese gustado que lo viera nuestra madre ya muerta lamentablemente; ella sabría dirigirle unas cuantas palabras como sólo ella podía hacerlo. Mi hermano era menor que yo y la relación que mantenía con nuestra madre, era de un cierto privilegio que en mí no generaba envidia alguna, sino más bien, ternura hacia ambos. El asunto fue que me quede mirando, con la secreta esperanza que reconociera en mí la mirada honesta de un hermano, que siempre lo amó más allá de toda diferencia estúpida. Que aunque los años habían pasado marcando rumbos tan distintos para cada uno de nosotros, aún existía ese lazo de hermandad que nos inculcaron nuestros padres, y en especial, nuestra madre en él. Pero nada. Ni una sola mirada obtuve de aquel hombre, al cual yo me presentaba como a un extraño. No quise dar mi brazo a torce y miré por la ventana, buscando una excusa para no verlo.
En el trayecto, el tren entra en una zona de túneles y elevaciones, las cuales vuelven entretenido el viaje para todos. Uno podía estar muy ocupado en sus cosas, pero al momento de ingresar en ésta zona, el viaje se vuelve más amable para todos. Esta zona también permite extraer el aire ya viciado de los carros, lo cual mejora el ánimo en todos los pasajeros. Diferentes tipos de publicidad y olores abundan entonce, inclusive, se puede observar con mayor detalle, las diferentes estrategias de ingeniería al momento de construir los pilares y pasadas que sustentan el sistema de transporte en su conjunto. Se puede observar arcos, tramos rectos y un sin fin de combinaciones de este tipo. Los espacios para el flujo de pasajeros se vuelven más amplios, lo cual es una señal que estaríamos frente a uno de los más recientes tramos entregados al uso público. Escalas mecánicas de cuatro filas, completan esta zona que abarca varias estaciones, entregando mayor comodidad, pero sobre todo, un aire de modernidad que invita a imaginar un futuro más benigno.
En uno de estos tramos entre estación, ocurrió ese evento que trajo hasta mí aquella posibilidad negada hasta ese momento, y no aceptada del todo aún: Una mujer de mediana edad, bien vestida y con un aroma demasiado floral para mí gusto, le preguntó a mi hermano si tenia hora que le informara, a lo cual respondió con toda amabilidad mirando el reloj que vestía. Pero grande fue mi sorpresa cuando me percaté que aquel reloj era el mío, el mismo que una vez me fuera entregado por nuestro propio padre ¿Qué hacia él con mí reloj? La mujer agradecida le hace notar lo hermoso de mí reloj, a lo cual él, con su voz ya no tan grave como al inicio, sino más bien como yo la recordaba, le dice -Era de mí hermano...primero de mí padre, luego de él y ahora mío- La mujer lo miró con profundo silencio – Sí, es un reloj muy hermoso- respondió ella y se quedaron en silencio el resto del trayecto.
Me quede asombrado por el suceso, él dio vuelta la mirada buscando la ventana, con una actitud similar a la que tuve con él. Sus ojos brillaron entonces, recién pude reconocer a mi verdadero hermano en esa mirada que se estrellaba con los objetos del exterior. En un acto reflejo, cubrió con un suave tironcito dado a la manga de su chaqueta, el preciado reloj. Me quedé largamente observándolo, mis ojos también se nublaron cuando volvió a mi mente aquella imagen del hermano y todos aquellos momentos vividos en una infancia eternamente recordada. Él también recordaba, su mirada lo delataba. Sus ojos nublados por la humedad estaban llenos de amor y pareciera que aquel enojo de antaño no existiera más. Luego, una sonrisa llena de vida se le dibujó en su rostro, e inmediatamente acudió a su billetera y contempló una foto donde estábamos los dos, asentó con la cabeza y la guardó, tomó una bocanada de aire limpio y fresco que entraba por las puertas recién abiertas y su rostro se tornó feliz. Pidió permiso a la mujer que estaba a su lado y se levantó, para finalmente perderse en aquella multitud.
Sólo en ese momento acepté aquella posibilidad, cierta a todas luces. Cómo era posible que estuviese muerto. Yo... ¿muerto? Y si es así, cuándo ocurrió. No, debe existir otra explicación para éste fenómeno. Mientras tanto, seguiré buscando mi estación, que para ser honesto, no recuerdo muy bien cual es. También debo reconocer que aquel encuentro con mí hermano a sido una prolongación infinita de alegría, y me ha ayudado a soportar éste eterno viaje.

lunes, septiembre 01, 2008

El libro del tiempo

Pidió ser conducido hasta la pequeña biblioteca que se ubicaba en la esquina izquierda de la abadía. Luego de esperar un momento, un religioso lo acompañó hasta la puerta de entrada y se marchó. Entró con pasos apurados hasta una pequeña mesa de estudio, la cual se ubicaba bajo la única ventana por la que entraba un débil sol invernal. Dejó sobre la mesa algunos alimentos y una provisión de aceite para la lámpara; desenrolló un papel que se encontraba previamente atado por un cordel, el que fue retirado cuidadosamente. En este, se podía leer algunos signos, los que entregaban indicaciones de alguna especie de catálogo. Lo vio con calma por unos minutos y se dirigió hasta los estantes que se elevaban por toda la pared de la biblioteca; contó las filas, luego las columnas y ayudado por una escala, subió algunos metros de peldaños. Tomó con dificultad un voluminoso códice y bajó con todo el cuidado; sintió un cosquilleo en la nariz que casi le hizo estornudar, con el consiguiente riesgo de caer o dejar caer el pesado códice. Llegó al nivel del suelo y se dirigió con cierta ansiedad hasta la mesa de trabajo y sintiendo la proximidad de sus captores, se dio a la tarea de descifrar los escritos.

Dos días antes de su arribo al monasterio, pudo localizar a la persona que estuvo con él al momento de realizar el hallazgo. En aquella oportunidad, la arqueóloga y filóloga a cargo del grupo de excavación, supo perfectamente bien el riesgo que se corría al dejar en las manos equivocadas, tan valiosa información. Por esa razón, estuvo dispuesta a cooperar y guardar silencio.
Está usted segura, que los datos contenidos en este rollo no han sido vistos ni copiados por nadie –Le preguntó a la mujer, que mientras ésta le pasaba el rollo, recibía de aquel el dinero acordado-
Descuide, nadie más lo ha visto –Le dijo con voz convincente- He recibido mucha presión para confesar la existencia de este rollo. Le prometí conservarlo hasta su regreso y he cumplido, sólo espero que sepa lo que está haciendo.
El hombre no supo descifrar el mensaje que decía la mujer con sus palabras en combinación con su mirada. Sólo atinó a forzar una sonrisa acompañada de una mirada dubitativa
–Vendrán por mí muy pronto, sólo le pido que los distraiga todo lo que pueda, para ganar un poco más de tiempo- Le decía a la arqueóloga, mientras guardaba nerviosamente el rollo recién entregado, en su chaqueta terracota.
- No se preocupe, tendrá todo el tiempo del mundo…

Los integrantes de la hermandad, andaban tras los pasos de él desde el momento que arribó al país, no querían correr el riego de dejarlo escapar esta vez. Siempre fue considerado como una amenaza, sobre todo, desde que se involucrara en los trabajos de excavación en el sur de Turquía y el rumor que en aquella oportunidad, se había logrado el hallazgo de las indicaciones para la interpretación de cierto libro. Esto puso en alerta no sólo a aquella hermandad, sino también a toda la iglesia. Así fue que con la utilización de un grupo de informantes, se dieron a la tarea de detenerlo lo antes posible para interrogarlo sobre sus hallazgos. La arqueóloga fue una de las personas que recibió la visita de este grupo, luego de ahí, las pistas los condujo hasta el monasterio.

Siguiendo las indicaciones del rollo, empezó a reunir cada palabra en una hoja, cuidando de no cometer error alguno en la transcripción del texto. Su prolijidad al trabajar sólo demostraba la profunda humildad de su empeño. A pesar de saber la inminente presencia de sus captores, intuía cercana su libertad; sus años de estudio y sacrificio podrían tener una recompensa siempre y cuando alejara de él el deseo vehemente de éxito y fama. Resonaba en su cabeza una oración medieval hecha canto, la cual siempre le entregó tranquilidad ante la presencia de desasosiego. Mientras mezclaba una y otra palabra del códice, sonaba en él esa melodía. Las líneas de palabras estaban ya escritas y sólo quedaba iniciar el ciclo de pronunciación mirando simultáneamente la imagen que correspondía a la palabra. La lámpara alumbraba de manera tenue las anotaciones realizadas en el papel. La primera palabra se podría traducir como “piedad” y el ícono correspondiente, era un cuerpo decapitado; la segunda palabra significaba “vientre” y su ícono era una crátera; y así continuó con las palabras e íconos siguientes.

Al llegar al monasterio, exigieron la presencia del abad inmediatamente, a quien le pidieron que les enseñara la ubicación de la biblioteca de la abadía. El abad no pudo oponerse a la petición hecha por los visitantes, trató de demorar al máximo sus pasos, lo cual irritaba al resto del grupo, no obstante, se dirigían inexorablemente hacia la biblioteca. Una extraña vibración se podía percibir en el ambiente, el aire se volvió enrarecido y pareciera que los pasos provocaban un sonido metálico; el nerviosismo de todos fue evidente. Uno de los hombres del grupo pudo intuir cual era la puerta de entrada y aceleró la marcha sobre los demás, inclusive, del propio abad. No permitiría que escapara esta vez, no si él podía evitarlo. La vibración entonces se hizo más fuerte y se traspasaba a los muros generando un ruido que envolvía toda la estructura. Los hombres se quedaron petrificados ante el fenómeno, pero no así el que se había adelantado. Una luminosidad salía por debajo de la puerta la cual dejaba en evidencia que allí se encontraba su objetivo. Entre el pánico y la confusión sólo atinó a darle una patada a la puerta para derribarla, pero justo en ese momento, una fuerte luz blanca encandiló a todos haciéndolos cubrir sus ojos.
Cuando todo hubo terminado, entró presuroso el grupo de hombres junto al abad, sólo para constatar que aquella biblioteca, apenas alumbrada por una lámpara de aceite, estaba vacía.